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Las doctoras vuelven a trabajar

'Ojalá tuviéramos suficiente gasolina para quemar todos los 'burkas' del país', asegura una enfermera de Taloqán

Guillermo Altares

Sólo una vieja pegatina de Médicos sin Fronteras da una pista sobre el lugar donde nos encontramos. A pesar de la basura en el suelo, de la suciedad y de los plásticos rajados que cubren las ventanas (no hay cristales en esta parte de Afganistán), se trata del hospital de mujeres de Taloqán, que fue reabierto ayer, sólo dos días después de la huida de los talibanes y de la entrada de las tropas de la Alianza del Norte en su antigua capital.

La oposición antitalibán aseguró ayer que en todas las ciudades que ha conquistado permitirá que las escuelas para niñas vuelvan a abrirse y que funcionarán de nuevo los hospitales para mujeres. En Taloqán, por lo menos, han cumplido su promesa. No es que los nuevos dueños del país sean especialmente liberales en el terreno de los derechos de la mujer -más bien todo lo contrario, ya que las estrictas reglas de esta sociedad se aplican solas-, pero comparados con los talibanes son Simone de Beauvoir. Apenas se ven mujeres sin burka por la calle, pero ya no existe una policía religiosa dispuesta a azotar a toda aquella mujer que no cumpliese sus salvajes reglas.

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En un cuarto del hospital, tapadas con pañuelo pero con el rostro descubierto, sonrientes y felices, tres enfermeras y tres doctoras agradecen con bromas y mucho parloteo la visita de los extranjeros. Durante el año largo en el que las milicias fanáticas ocuparon la ciudad no pudieron trabajar y esta parte del hospital fue cerrada. Ahora, han vuelto al tajo.

En los pasillos ya hay gente retirando la basura -latas, jeringuillas oxidadas, papeles- e intentando limpiar un poco el hospital, que sigue estando horriblemente sucio para los estándares occidentales. 'Cuando estaban aquí los talibanes no podíamos salir de casa. Para atender a los pacientes venían los médicos a nuestras casas, nos contaban la dolencia y nosotras escribíamos el remedio. Así eran las cosas', asegura Fanzia Shafir, una elegante mujer de unos 50 años, vestida completamente de negro, que, a pesar de la presencia de extraños, se ha quitado el pañuelo que cubría su pelo.

Sin embargo, en un perchero, los burkas siguen allí, y sólo se han atrevido a quitárselos cuando han entrado en el hospital. 'Todavía no queremos salir a la calle sin ellos. Hace muy poco que se han ido y tenemos miedo', señala Shafir, pero la enfermera Sidigan Wodihidi la interrumpe. 'Estoy de acuerdo con cubrirme el rostro cuando voy por la calle, es lo que dice nuestra tradición y lo que pide el islam; pero no con el burka. Ojalá tuviésemos gasolina suficiente para quemar todos los burkas del país', exclama ante las risas de sus compañeras.

Por ahora ya tienen dos pacientes. Se trata de una niña con piedras en el riñón que está siendo tratada en una habitación heladora, acompañada por su padre y su abuela, que permaneció sentada en el suelo, completamente tapada y sin hablar cuando había extraños en los alrededores; y de una mujer que se rompió una pierna por una caída hace dos semanas. Su marido no quiso llevarla al hospital hasta ayer por miedo a los talibanes.

'No nos atrevíamos a llevarla aquí. Los talibanes nos podían haber golpeado si lo descubrían', dice Mohamed Gulom, su marido, en medio de un escenario de pobreza terrorífica: no les dio tiempo a limpiar la habitación antes del ingreso y está llena de pequeños cristales rotos de las medicinas y de jeringuillas usadas en el suelo. Un médico enseña la radiografía que le acaban de hacer -sólo tienen una vieja máquina, pero funciona- y asegura que se trata de una rotura muy dolorosa. 'Bajo los talibanes no podía ver el cielo, no podía ver los árboles', alcanza a decir Sha, quien asegura tener sólo unos 50 años (no sabe cuándo nació) pero parece una anciana.

'Necesitamos de todo', dice la doctora Nurine cuando es preguntada sobre lo que pediría a Occidente. 'Pero sobre todo lo que necesitamos en nuestro país es poder vivir en paz y con seguridad. Todas nosotras tenemos hijos y queremos escuelas y hospitales decentes para ellos'.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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