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Columna
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Cultura general

A medida que voy recibiendo las informaciones de cada día sobre el asunto Bin Laden crece en mí la sensación de que, esta vez, Espectra se ha decidido a atacar a los espectadores que, año tras año, la vemos caer derrotada por la audacia sin límites de James Bond en una sala de proyección dotada con todos los adelantos y comodidades diseñados por la industria del cine. Es una sensación ambigua, porque, a la vez, como espectador me siento atrapado por unos miedos oscuros que súbitamente afloran en esa sala tan estupenda de la que empiezo a temer que no pueda salir sin daño y, por otra parte, no acabo de decidir si es la película la que continúa o la realidad la que de pronto me ha encerrado aquí.

De manera que leo, oigo y veo análisis, opiniones, informaciones e imágenes con la intención de ayudarme y, al final, me encuentro pisando un campo de eslóganes a cual más peligroso. 'Esto es una guerra de civilizaciones', 'El integrismo es minoritario en el islam', 'Los norteamericanos se lo han buscado', 'Guerra sí, víctimas civiles no', son algunos de los muchos que escucho. Luego me entero de que yihad no significa guerra santa, sino esfuerzo, que el islam es de lo más tolerante, pero que los integristas llevan años lavando el cerebro a niños en una especie de ikastolas paquistaníes y que religión y política son sangrientos aliados, que Bin Laden tiene un conocimiento de los recursos mediáticos que para sí los quisieran las mejores compañías publicitarias del mundo... Y empiezo a preguntarme si esos eslóganes no los habrá ido sembrando el mismísimo Doctor No, que es el único ser tan diabólicamente astuto y calculador como para comprender que son aún más peligrosos y contaminantes que las esporas de ántrax.

Porque lo que empieza a dibujarse es la conjura; y en la conjura ya aparecen servicios secretos de doble y triple faz, científicos rusos en paro, mercaderes sin escrúpulos y países traidores que traicionaron pactos anti-guerra bacteriológica. Y la conjura de signo contrario entra en acción con el integrismo pacifista y la apelación a la miseria como origen de todos los males junto al oportunismo y el resentimiento de ciudadanos anónimos que subliman sus deseos enviando por correo cartas con polvos de talco dentro o los impagables intérpretes de Nostradamus. Es un guirigay que tiene bastante más de traca que de conjura, pero ahí está, atizando la confusión.

En tales momentos, siempre hay una voz que nos insta a apelar al sentido común, no se sabe bien para qué, porque es el más mostrenco de los sentidos y su apoyo tiene tanto valor como las sentencias de los calendarios. Pero quizá no fuera mal apelar a algo que debería estar en la mente de todos y que es la cultura general, que, si de verdad es cultura y es general, nunca es de despreciar. Por ejemplo, es de cultura general saber que en el fondo de todas las guerras está el poder.

El poder tiene muchas caras. A menudo se disfraza con astucia; por ejemplo, dando a entender que el terrorismo es consecuencia de una situación intolerable. Pero el terrorismo es poder, tanto como cualquier otro, camuflado bajo la cobertura de religión, pobreza, explotación o cualquiera otra de ese tipo bajo las que suele ampararse. El terrorismo es una forma de dominación -no de exterminio, aunque mate- por medio de la violencia, la opresión, la ignorancia y la intolerancia, que se fundamenta en sí mismo y en ninguna otra causa para administrar una fuente de poder muy concreta: el miedo de unas sociedades o creencias al cambio, el miedo al vacío. Quien administra el miedo al vacío, el miedo a perder la identidad -el único gran miedo- adquiere poder. Eso lo saben bien en ETA, en la guarida de Bin Laden y en la sede de Espectra. Por eso no es casualidad que en el mundo estén coincidiendo la famosa globalización y los nacionalismos irredentos de toda laya. Ésta es una lucha, ya conocida antes, entre atavismo y cambio. Pero así como el sentido común tiende a explicarlo todo por la conspiración, la cultura general contiene caminos para abrirnos paso entre ambas posiciones en un mundo que, si es que está condenado a la globalización, no tiene por qué estarlo a la uniformidad.

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