El factor sorpresa
En el momento del ataque a las Torres Gemelas, la reacción de los que escuchaban la radio, recibían llamadas telefónicas y, sobre todo, veían la televisión fue de incredulidad. ¿Qué era lo que no nos creíamos? ¿Qué era lo que verdaderamente nos costaba creer? Nos costaba creer que no fuera una película.
Tanto las novelas tipo Tom Clancy como los cientos de películas de terroristas que amenazan a los Estados Unidos se han ido al diablo. Eran ficciones de juguete que trataban de hacerse pasar por realidad. Ahora constatamos lo inaceptable. No ya esos finales en los que un solo hombre -que representaba el espíritu norteamericano- desconectaba la bomba del psicópata resentido en los tres últimos segundos anteriores a la explosión, sino cualquier clase de final feliz ante una amenaza terrorista.
Poco después ya oí decir, en conversación de calle: 'Es que la realidad supera a la ficción'. Y pensé para mí: precisamente por eso los novelistas cuidamos tanto la ficción, porque no reproducimos la realidad; sólo nos valemos de ella para dar forma a esas elaboraciones de nuestras ideas que llamamos novelas. La ficción tiene unos límites que la realidad no respeta, pero, sobre todo, la novela carece de algo que la realidad posee en grado sumo: el factor sorpresa.
'Una imagen vale más que mil palabras', decía la gente ante el televisor. Y yo me dije: según para qué. Las palabras nos permiten ordenar y entender lo que las imágenes portan. Los televidentes estaban recibiendo impactos visuales y su reacción era la adecuada: no creían que lo que estaban viendo fuera real; se necesitaron muchas imágenes para que empezaran a admitir que no estaban ante una película; se necesitaron muchas palabras para avalar la veracidad de esas imágenes; y para empezar a reaccionar ante ellas se necesitaron muchas más.
Todas estas frases hechas, que tienden a confundir una frase ingeniosa con un pensamiento, se estaban refiriendo a una realidad que todo el mundo tomó al principio por una ficción. Tras la confusión inicial se agarraban a las frases tópicas como el apoyo o el asidero que busca uno, cuando da un traspiés, para no caer al suelo; y después la razón empezó a trabajar para ordenar el caos. Apenas las imágenes se pudieron juntar y ordenar, se pudieron comentar. Las palabras se convertían en el sustento de la realidad. Eso, nombrar las cosas, fue el intento decisivo de la especie humana al inventar y construir un código llamado lenguaje, decisivo para su evolución hacia la primacía entre las especies. Nombrar las cosas era apropiarse de ellas. Nombrar las cosas era, también, un intento de dominar el azar.
Cuando decimos: 'La vida sigue' (otra frase tópica que ya está asomando por ahí) queremos decir que, a pesar del azar, seguimos queriendo ordenar el mundo. No es una frase fatalista o simplemente resignada. Todo lo contrario: es la afirmación de un elemento sustancial de la realidad: el azar. Sin embargo, cuando entró por nuestros televisores el factor sorpresa -el mismo factor sorpresa que permitió el desdichado éxito de la misión suicida- no supimos reconocerlo. Seguíamos apegados a la ficción, nuestra primera reacción fue apelar a la ficción para entender las imágenes que estábamos viendo. La ficción, que necesita abolir el azar para configurarse, para poder existir. ¿No es paradójico? Sin embargo, en 1938, Orson Welles emitió un radioteatro basado en La guerra de los mundos, de H. G. Wells, y el pánico real cundió en las calles de Norteamérica.
Las frases hechas no son convincentes y sólo revelan desconcierto, son un recurso torpe y primario para defendernos del estupor que produce la inseguridad. Hay más frases hechas; por ejemplo: 'Se busca vivo o muerto', 'Dios bendiga a este país'... En cambio, la realidad por su parte y la ficción por la suya son, bien distintas en el tiempo y modo de ejecución, dos formas firmes y sólidas de duda permanente y estimulante. Hemos visto algo que no olvidaremos porque, en todo caso, se ha instalado en nuestra conciencia y va a modificar la ficción y la realidad. Desde ahí hay que empezar a pensar, es decir, a reordenar el mundo.
Babelia
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