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Columna
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Sangre, sudor y lágrimas

El primer acto de la tragedia se ha consumado: entre 5.000 y 6.000 muertos y el centro y símbolo de Occidente y de la sociedad abierta convertido en una escombrera es el trágico balance, el inicial. A nadie debería escapársele que el 11 de septiembre del año 2001 puede tener consecuencias tan profundas para la humanidad como el 28 de junio de 1914, día detonante de la Primera Guerra Mundial y el principio del fin de un orden político, cultural y social, de una civilización que no sobrevivió a aquellos cuatro años de guerra. Entonces sólo afectó a Europa; ahora, en la era de la globalización, nadie dude de que afectará al mundo entero.

En estos momentos de profunda conmoción e inquietud, conviene imaginarse siquiera la luz al final de un túnel que va a ser largo, y además, para todos. Salvo entre los propios terroristas, los países que los apoyan financiera, militar y logísticamente y los firmantes de los repugnantes mensajes que saturan las páginas chat españolas de comprensión o satisfacción más o menos encubierta ante este castigo al imperio, debería imponerse la convicción de que, con inmensos riesgos, ya inevitables, y costes muy altos, existe una gran oportunidad de que de esta terrible prueba emerja un mundo más seguro, más solidario y más justo. Para lograrlo habrá que pagar con 'sangre, sudor y lágrimas', como ya dijo Winston Churchill que habría que hacer para vencer al nazismo. Lo dijo en una situación mucho más desesperada que la actual. Y se hizo. Gracias primero a la vocación de libertad de la democracia más antigua del mundo, el Reino Unido, y después, a la alianza de éste con la Unión Soviética y Estados Unidos.

El mayor obstáculo en la campaña militar que se avecina está sin duda en la dificultad de identificar a enemigos que, aunque autoproclamados como tales a diario en sus llamamientos al odio a Occidente y su constante agitación a la guerra de civilizaciones por todos los medios, niegan tener nada que ver con los atentados de Nueva York y Washington. Pero tanto los talibán como Sadam Husein y algunos otros son, sin lugar a dudas, parte de una inmensa red que en la última década ha aprovechado la confusión de esta transición desde la guerra fría a un nuevo orden mundial para formar un frente bélico no convencional de un totalitarismo enemigo de las mismas libertades que en 1939 salió a defender Churchill en solitario. Entonces Roosevelt tuvo enormes dificultades para vencer las veleidades del aislacionismo norteamericano. Lo consiguió después del ataque a Pearl Harbor por fuerzas japonesas.

Con la nueva Administración, Estados Unidos tendía de nuevo al aislacionismo, y, por tanto, al unilateralismo que tanto daño ha hecho a las relaciones atlánticas: desde Kioto a Durban, pasando por el Tribunal Penal Internacional, soluciones negociadas en Oriente Próximo y tantas otras iniciativas internacionales de las que Estados Unidos se ha ido automarginando desde la ingenuidad de creerse invulnerable. Ya sabe que no lo es. Y sus aliados de la OTAN han demostrado una rapidez de reflejos admirable al recurrir por primera vez en la historia de la alianza al artículo del Tratado del Atlántico Norte que considera que un ataque contra un miembro lo es contra todos. Y por primera vez también puede decirse que Estados Unidos, Europa, Rusia y China están de acuerdo en que hay que tomar medidas rápidas y efectivas para poner fin a una amenaza común. Para Washington, la tragedia del día 11 puede convertirse en el punto de inflexión y enmienda de muchos errores, especialmente en Oriente Próximo, en la política de desarrollo del Tercer Mundo y en su desprecio a las Naciones Unidas. Es ilusorio creer que en el mundo actual algunos países afortunados pueden garantizar su seguridad cuando regiones enteras se convierten en pozos negros de miseria y frustración; como lo es que Estados Unidos siga propagando la idea absurda de que está llamado a ser la única potencia mundial para siempre. Para que el nuevo totalitarismo difuso sea derrotado, es necesario no cometer errores. Existe el riesgo cierto de desestabilizar amplias regiones del mundo. Y, desde luego, habrá víctimas, civiles y militares: lamentablemente, es previsible que no sean pocas. Pero, después de la 'sangre, sudor y lágrimas' que nos esperan, existe la posibilidad real de un mundo en el que todos los grandes protagonistas hayan reajustado sus relaciones en un orden que evite los agujeros negros de miseria y los movimientos que se alimentan de ellos en su cruzada contra las libertades de la sociedad abierta.

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