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CRÓNICAS
Columna
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Terror

Juan Cruz

Ahora son las películas, los libros, los videojuegos e incluso las teclas del ordenador las que nos conducen a todos a la búsqueda, y también a la macabra solución, de algunas de las incógnitas terribles que se abren ante la humanidad con la siniestra ocupación del aire por parte de unos facinerosos que hicieron temblar el mundo de repente y de manera global, simultánea, impredecible.

¿Impredecible? De inmediato cruzaron el ciberespacio y la vida confidencias, dudas, imágenes que volvían a la memoria adormecida de telespectadores, de lectores o de espectadores que alguna vez se tropezaron, siempre en la ficción, con accidentes espeluznantes de los que uno salía luego tomándose una coca-cola con palomitas de maíz. En las teclas del ordenador aparecieron fórmulas para entender de manera burda qué le pasó a la ciudad cuyas iniciales, NYC, no son ahora sólo una metáfora de la vanguardia, sino una expresión de su propio rostro horrorizado. Las iniciales muertas. Bárbaros.

La memoria también lo tenía registrado. Quien no recordaba un libro de Tom Clancy tenía memoria de una película de Hollywood, de un disco que evocaba lejana o cercanamente la tragedia, de un videojuego que simulaba el estímulo a que los terroristas convirtieran su fantasía de horror en algo tangible, en una herida que afectaría no sólo al mundo sino a la conciencia del mundo.

Todos supimos que alguna vez esta tragedia también se había escrito, el sueño macabro que se había hecho verdad fue antes ficción de las imágenes; las palabras, inocentes, quietas, metidas una detrás de otra en la caja sin fin de los libros o de los guiones, o de los proyectos digitales, tenían su consecuencia veraz y terrible en lo que después no sólo es una pesadilla, sino aquello que realmente la provoca.

Las palabras llenan la vida, y muchas veces llevan consigo el fin de su propia inocencia. Una palabra tuya bastará para sanarme, o para hundirme. Hay palabras imborrables, viven con uno, y una de ésas es ya la palabra terror. En una de sus crónicas verdaderamente dramáticas sobre esa luz quieta e inquietante del Nueva York perplejo tras una tragedia que también convierte en símbolo todo lo que toca, Muñoz Molina se fijaba en el titular de un periódico de Nueva York que con un solo vocablo, terror, describía la sensación -local y universal en aquel instante- que padecía cualquier ser humano que no hubiera sido tocado por el odio que puede terminar justificando una cosa así. Una sola palabra para encerrarlo todo.

Las palabras. Hay palabras que tienen una historia dentro, todas las palabras tienen una historia dentro, no hay una sola palabra inocente -o ino-cua- que no evoque también la palabra contraria. Dentro de todas las palabras, además, está la propia descomposición de las palabras; nos dicen unas cosas y las otras, son cajas infinitas que no sólo dan consuelo e inspiración a los poetas o a los que las usan para vivir y dar vida a las historias que imaginan. Algunas palabras hermosas se conjugan de modo distinto en distintos idiomas, y las hay también cuya raíz misteriosa las convierte en sí misma en símbolos universales a los que uno se acoge para seguir soñando con ellas. Pero ni amor ni muerte son iguales. Está, por ejemplo, el misterio de la palabra noche, que se construye en casi todos los idiomas más conocidos como una combinación de la letra ene y el número ocho, y así va avanzando, entre la negrura y lo infinito, en la imaginación de los que viven de saber que las palabras no son sólo letras que una detrás de otra se van por un pasillo de silencio al final del cual está el olvido. Las palabras resisten, tienen su metralla dentro, nunca se paran.

Y hay palabras cuya carga mortal, cuyo símbolo intrínseco, se dice de manera parecida o igual en todo el mundo, desde el sol a la niebla, y entre esas palabras la más dramática, la que no tiene vuelta de hoja, la que es final y no principio, está la palabra terror sin traducción posible, quieta ahí en su significación intelectual terrible y global, la palabra terror. Nadie se salva de ella; en nuestro idioma tiene su propio error dentro, y su apariencia de tierra quemada es ya también la apariencia de las imágenes de nuestra época, esas ruinas que de repente ofrece la modernidad como si debajo de ellas fuera a renacer toda la ruina del mundo. La vida vive paréntesis largos en los que parece que las palabras dan igual, que todo da lo mismo. Esta sacudida de terror que vivieron el martes tantos seres humanos que ya no van a decir nada es una expresión de que un tiempo nuevo debe comenzar en el que las palabras, las buenas y las que matan, sí deben importar, en todo el mundo, y no nos deben dejar indiferentes. Y la palabra terror no es un vocablo que pueda olvidarse nunca.

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