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Columna
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¿Rusia en la OTAN?

El presidente Bush está empeñado en que el escudo antimisiles sea la gran empresa que marque su período presidencial. Una vez rebajados los impuestos, los intereses de los que le han llevado al poder quedan plenamente satisfechos si se remoza el complejo militar-industrial. Las consecuencias sociales de la rebaja, así como el cambio profundo que el escudo implica en las relaciones internacionales se consideran efectos colaterales inevitables. No hay política que no comporte costos y riesgos, pero ello no significa que haya que retroceder cuando están en juego los 'intereses nacionales', que en Estados Unidos son, justamente, los del grupo dominante. Nadie duda a estas alturas que los primeros ensayos del escudo antimisiles se efectuarán en Alaska la próxima primavera.

La Administración de Bush sabe lo que quiere: consolidar, a ser posible de manera definitiva, su aplastante superioridad militar. Empero, en este último tiempo ha aprendido a presentarse de manera menos brusca, abriéndose al diálogo con aliados y amigos. Los recelos de la UE, principalmente de Francia y Alemania, se evaporarían si Rusia y China acabasen aceptando lo irremediable. A China se le autoriza -aunque no necesita autorización alguna y menos de Etados Unidos- a que vuelva a los ensayos subterráneos para seguir modernizando su arsenal nuclear. Con ello, Estados Unidos reconoce implícitamente lo que es obvio, que su programa de escudo antimisiles ha vuelto a desencadenar la carrera armamentística. El fin de la guerra fría no ha aportado la que parecía su mayor promesa: una nueva época en la que, desmantelados los arsenales atómicos, hubiera desaparecido la que era, y sigue siendo, la mayor amenaza de la humanidad, una conflagración nuclear.

En noviembre el presidente Bush recibirá enTejas a su colega ruso, Vladímir Putin, con la esperanza de que acepte la supresión del Tratado de Antimisiles Balísticos (ABM) firmado en 1972. Si la oferta a los rusos consiste en participar de alguna forma en el proyecto, los estadounidenses pueden estar manejando la idea de proponer a Rusia su integración a mediano plazo en la OTAN. Ello contentaría a los aliados europeos, fortalecidos con la presencia de Rusia, a la vez que integraría económica y militarmente una amplia zona, desde Vancouver a Vladiwostok, como la que había soñado Gorbachov. El aspecto negativo es que China, como enemigo potencial, quedaría bordeada por la OTAN en sus flancos oriental y occidental, a la vez que por el sur con la India, su mayor competidor. En estas condiciones se podría ejercer un amplio control sobre el crecimiento económico y el desarrollo militar de la nueva gran potencia del siglo XXI. En Tejas Rusia tendrá que elegir entre pasar a la órbita norteamericana, o bien, antes o después, aliarse con China, la parte más débil.

Henry A. Kissinger ha publicado recientemente un libro, ¿Necesita EE UU una política exterior? Una diplomacia para el siglo XXI (Nueva York, 2001), en el que el antiguo secretario de Estado y avezado experto en política exterior señala los peligros del aislacionismo -tentación que creo ya definitivamente superada-, pero también los que conlleva una hegemonía mundial. Su preocupación principal son las relaciones de EE UU con la UE. Kissinger ha temido siempre que la integración europea sólo avance al precio de una mayor rivalidad con Estados Unidos. De terminar en un enfrentamiento perderían ambos, al colocar a Europa en lo que es geográficamente, un mero apéndice de Asia, y a Estados Unidos en la situación de la Inglaterra del siglo XIX, un espectador vigilante de lo que ocurre en el continente. Pues bien, la integración de Rusia en la OTAN supondría un robustecimiento de la columna europea dentro de la órbita norteamericana, factible, e incluso recomendable, si es que Estados Unidos aprendiera a tratar a sus aliados como socios con los mismos derechos.

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