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Columna
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Malas costumbres

Hace unos cuantos días, un lector contestó a un artículo de opinión de Fernando Savater con una carta que se iniciaba del siguiente modo: 'Sorprende encontrar tanto desbarre en el artículo de quien se ha demostrado juicioso y equilibrado en otras ocasiones...'. No voy a entrar en el fondo de aquel artículo y, por ende, del desacuerdo que manifiesta el lector en su carta, sino solamente en esas palabras iniciales porque son representativas de un modo de ser y de hacer que me parece una mala costumbre muy extendida, pero impropia de una discusión razonada.

Es muy común que la gente siga con atención aquellas voces que le parece que representan estados de opinión coincidentes con los suyos. Es muy común que la gente diga: 'Hay que ver qué bien ha sabido formular Fulano lo que yo pienso, pero no sé expresar'; es muy común que la gente busque en aquellos cuya razón les convence un estímulo, un aliciente, una orientación. Todo eso forma parte de una relación dinámica a través de los medios de comunicación.

En las líneas que he mencionado antes hay, sin embargo, una contradicción evidente que es la expresión de una táctica: la de reconocer las luces del contrario antes de afirmar que está ciego. ¿Es sólo un efecto retórico destinado a reforzar la acusación de que se va a hacer objeto al otro? Si fuera eso, no dejaría de ser un recurso fácil y bajo, pero yo creo que tras eso hay algo más, algo que quizá pudiéramos denominar 'el inconsciente autoritario'.

Lo que resulta inquietante es la costumbre -muy extendida entre articulistas también- de la zanahoria y el palo que está detrás de esa fórmula. ¿Cómo es posible que a alguien a quien reconocemos autoridad y equilibrio, le decimos que desbarra en cuanto no está de acuerdo con nosotros? Uno de los dos términos de la afirmación es falso: o a ese alguien no le reconocemos autoridad y criterio, o no desbarra. Cuando el desacuerdo se expresa en términos tan tajantes y contradictorios, es evidente que quien acusa está dispuesto a estar de acuerdo con el otro siempre y cuando no le lleve la contraria.

Cuando a alguien se le reconoce expresamente autoridad y emite una opinión contraria a la tuya, la primera reacción de una persona abierta es preguntarse por qué. '¿Por qué Fulano, que yo siempre hubiera creído que estaría de mi lado, no lo está?'. Entonces, o bien cierro las puertas de mi curiosidad y mi inteligencia con un rotundo 'se ha vuelto loco' (que en ocasiones sucede, nadie está exento de un ataque de enajenación o una mirada completamente sesgada), o me empiezo a preguntar si no será que él está viendo algo, un aspecto del asunto, que yo no he sabido ver, o que se me ha pasado por alto, o que, en todo caso, merece la pena considerar despacio. Porque, al fin y al cabo, quien ha ido encontrando y probando sus ideas en la confrontación ha de tener la costumbre de no dejarse llevar por la ofuscación que le produzca una opinión que contradice la suya; aunque luego se reafirme en la suya. Es el talante con que se mira el asunto, la distancia que somos capaces de interponer, lo que marca. Porque hay en todos nosotros componentes muy peligrosos, restos sueltos o piezas enteras de egotismo, intolerancia, autoritarismo..., pecios de un barco hundido, quizá, pero que continúan flotando por la conciencia de uno sin que se encienda ninguna señal de alerta.

No se trata de adorar al otro, al querido y apreciado opinante, ni de otorgar carácter de dogma a sus convicciones, sino de aceptar, precisamente, que son convicciones basadas en un criterio y que quizá yo, convencido absolutamente de que algo que es costumbre en mí, que es ley en mi vida, no puedo considerarlo desde afuera de mí mismo, perspectiva que, en cambio, le concedo al otro en los asuntos en los que coincidimos. Es una mala costumbre la de cerrarse así, porque estamos hechos de dudas y porqués. El opinante y nosotros. Seamos coherentes: aquel a quien consideramos inteligente, no pierde su inteligencia ni su capacidad tampoco cuando yerra. Esto es lo que siempre merece la pena ser respetado. Otra cosa es tomar por inteligente a un mediocre, pero ahí el problema es propio; y, desde luego, no es el caso de Savater.

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