Santuarios
Al final todo depende de a qué lado de cada cosa esté cada uno, a qué lado de una guerra, a qué lado de una herida, a qué lado de una ciudad. Nunca he olvidado un monumento que encontré en la frontera entre Austria y Checoslovaquia: una estatua de bronce negro en la que se veía a un grupo de soldados nazis agarrados grandilocuentemente a una bandera. '¿Cómo es posible que se permita un homenaje así al ejército del diablo, a los monstruos del III Reich?', le pregunté a alguien. 'Aquí no se les veía como soldados de Hitler', me respondieron, 'aquí eran, por encima de todo, los muertos de este pueblo, eran los jóvenes de quince o dieciséis años que mandaron a morir a las trincheras. Y, de cualquier forma, no entiendo por qué te escandalizas de ese modo: vosotros tenéis en Madrid una estatua de Franco, tenéis la Cruz de los Caídos y el Arco del Triunfo. A fin de cuentas, el nuestro es sólo un santuario al dolor y el vuestro es el santuario de un asesino'.
Hablar sobre los santuarios vuelve a la gente ciega. Los norteamericanos se enfadan con Junichiro Koizumi, el primer ministro de Japón, por visitar el templo Yasukuni, donde está enterrado el general Hideki Tôjô, que ordenó el ataque a Pearl Harbour. Estados Unidos, sin embargo, tiene sus monumentos a las víctimas de Vietnam, su Arlington Cemetery con interminables cruces blancas. Japón tiene su memorial de Hiroshima, iluminado por 20.000 linternas. Estados Unidos tiene su muro lleno con miles de nombres de los invasores caídos en la carnicería absurda de Vietnam, pobres muchachos enviados a las selvas, destrozados en nombre de qué, a miles de kilómetros de sus casas. Medio mundo se estremece cada vez que Japón y Estados Unidos prohíben con sus votos, una y otra vez, que se creen nuevos santuarios en los océanos para proteger a las ballenas del exterminio.
Quizá ésa sea una buena manera de conocer a alguien, saber cuáles son sus santuarios y por qué. Hay santuarios grandes y pequeños, públicos y privados, divertidos y trágicos. Para alguna gente se trata de la plaza de las Ventas, para otros del Museo del Prado o del Santiago Bernabéu. Hay personas que ponen unas humildes flores o un pequeño mausoleo en alguna curva de la carretera donde murió un ser querido, y ese lugar se convierte en un santuario. Algunas personas sentimos una emoción mágica cada vez que vamos a una determinada librería de la ciudad, casi nos tiemblan un poco las manos al acercarnos al local, ante la inminencia de la joya inencontrable, del tomo perseguido durante años.
Santuarios. Los jugadores veteranos del Real Madrid van a volver a jugar, dentro de unos días, un partido benéfico en el estadio del Tenerife, su bestia negra de los años noventa; jugarán de nuevo en aquel Heliodoro Rodríguez López donde perdieron, en el último partido del campeonato, dos ligas consecutivas. Aún recuerdo aquellas imágenes de la Quinta del Buitre, cómo lloraban los futbolistas al acabar esos encuentros; qué increíble, en uno de ellos ganaban por cero a dos y acabaron derrotados.
Santuarios. La otra noche, entre Víznar y Alfacar, se recordó a Federico García Lorca, se leyeron sus poemas casi milagrosos junto al olivo donde dicen que lo ejecutaron cuatro tipos repugnantes, cuatro criminales con flechas rojas, con camisas azul-muerte. Recuerdo haber ido a ese campo con muchos amigos ahora muertos, haberme sentado a fumar un silencioso cigarrillo junto a Rafael Alberti, o Jaime Gil de Biedma, o Javier Egea.
Santuarios. El sábado pasado murió en Lima el escritor Emilio Adolfo Westphalen. Mucha gente no lo ha leído. Hace un par de años, cuando estuve en Lima, pedí que me llevaran a verlo, lo visité en el hospital donde estaba internado, le llevé sus últimos versos para que me los dedicase poco a poco, con unas manos lentísimas. Aún puedo ver cada centímetro de su habitación, sé dónde estaba la ventana, el armario, dónde estaban sus pocos libros, sus zapatillas, sus lápices.
Piensen en una ciudad como Madrid. Piensen en cuáles son sus santuarios personales y elijan uno, el que más les importe, aquél sin el que nada sería lo mismo. Luego piensen en otro santuario, el que más les escandalice o les espante. Hagan la media de los dos y ya está: ustedes son esa persona.
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