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Columna
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El pequeño gesto

A la muerte de Luchino Visconti siguió un largo, espeso, excesivo silencio sobre su obra. Es probable que los años de culminación y de esplendor de ésta traspasaran el límite de la saturación y provocasen una respuesta de estragamiento. Y del culto al genial Visconti se saltó a un brusco olvido del hueco Visconti. Nunca a la larga queda impune un exceso de santificación, una beatería, y Luchino Visconti la padeció en forma aguda. El refinado talento escénico y la vasta cultura de este aristócrata milanés se dolieron del empacho de estética que puso cerco a su cine y acabó alejándole de la vida.

Ahora las aguas se calman y parece posible recuperar la honda y enigmática autobiografía que se esconde en los pliegues de la obra de Visconti. Sigue vivo allí donde movió la cámara sobre lugares y gestos tan anchos, pero al mismo tiempo tan naturales y familiares a él, que adquirían condición de ámbitos de su conciencia. Desde Senzo a Ludwig se aventuró en un recorrido de grandes vuelos sobre las turbulencias, en el filo febril de La caída de los dioses, del destino de los elegidos de su estirpe. Los últimos nobles, a los que despreció no se sabe bien si por rencor a su indolencia de perdedores del reino de este mundo o porque fueron ellos quienes por debilidad abrieron las puertas de Europa a las masas de burgueses portadores de mugre moral y de lógica de exterminio.

Nadie como Visconti imprimió en el celuloide con tanta nitidez y violencia el odio del aristócrata al burgués; y ése es el impulso creador que sostiene con sorprendente firmeza el hermoso castillo de naipes de El Gatopardo. Y es ahí donde se hace visible la paradoja de que lo verdaderamente afirmador y vivificador de cuanto Visconti elevó a la pantalla es el refugio inicial de este último y solitario condottiero -vagamente hostil a su remota cuna renacentista y amante de las atmósferas viciadas y de los mundos en trance de disolución- dentro de la vida del proletariado italiano y sus duras leyes de supervivencia en la posguerra mundial. Y asoma, por encima del Luchino Visconti dominador de enormes tinglados operísticos, otro Luchino Visconti de voz queda y concisa, que canta casi confidencialmente a los obreros y pescadores calabreses en la genial La tierra tiembla, o llora la trágica emigración siciliana a Milán en Rocco y sus hermanos, y que, sin apenas gesticular, hizo prodigios de elocuencia en oscuros pequeños filmes como Bellísima obsesión y Noches blancas. El grande y admirable aparato gestual y la colosal anchura arquitectónica que supo dar a su obra más meditada y más concienzudamente elaborada de su madurez no lograron borrar la vibración de la prosa sencilla, directa y de gran eficacia escénica del primer tramo de su filmografía, ése su pequeño gesto que sigue siendo el de mayor alcance moral y emocional.

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