Sáenz de Oiza en su tierra natal
La Biblioteca es la sede del conocimiento por excelencia. Aún hoy, con el libro electrónico en marcha, estos lugares conservan ese espacio privilegiado en la vida de las ciudades y, por supuesto, lo intentan en esos centros de estudio que se supone que son las universidades.
Sin embargo, en un vistazo rápido por los distintos campus de los alrededores, en pocos se establece como referencia tan clara esa factoría de la sabiduría que es la biblioteca como en la Universidad Pública de Navarra. Aquí, en el extrarradio Sur de Pamplona, se ubica una miniciudad de la enseñanza superior, diseñada por uno de los arquitectos navarros más reconocidos, Francisco Javier Sáenz de Oiza.
Nacido en Caseda en 1918, Sáenz de Oiza es autor de algunas de las obras capitales de la arquitectura española del siglo XX: la torre del BBVA o el edificio de Torres Blancas, en Madrid, donde también proyectó unas polémicas viviendas junto a la M-30, sin olvidar el Palacio de Festivales de Santander o el interio del Centro Atlántico de Arte Moderno de Las Palmas.
Pero en su tierra natal, la huella de este polémico creador y afamado profesor era más que escasa. Es cierto que muy cerca, en Arantzatzu, había resuelto en 1950 una basílica junto a su amigo el escultor Jorge Oteiza y en la que participaron algunos de los mejores artistas españoles del momento.
Así que, cuando el Gobierno de Navarra le encargó el diseño de lo que sería la Universidad Pública del viejo reino, Sáenz de Oiza recibía con una obra de suficiente trascendencia la reparación imprescindible por parte de su tierra natal.
En principio, el arquitecto de Caseda se había planteado el diseño de un campus disperso por el casco viejo de la ciudad. Pero esto no fue posible. Así que, en el término designado para su ubicación, Sáenz de Oiza diseñó una universidad que se establecía como una pequeña unidad urbana, especie de utopía del conocimiento autosuficiente, con la biblioteca como madre nutricia del resto de los departamentos e instalaciones.
Y parece que en esta construcción, el autor de algunos de los rascacielos más emblemáticos de Madrid se empleó a fondo. Se trata de un gran edificio de planta rectangular, orientado de Norte a Sur, y cubierto con una espectacular bóveda de cañón de 20 metros de diámetro. Las referencias a su cometido son tan explícitas que en sus fachadas menores presenta un perfil que evoca un libro desplegado desde el que se proyecta la luz y el saber.
Para llegar a este edificio hace falta traspasar el gran muro que supone el Aulario, orientado frente a Pamplona, que se establece como pórtico de la Universidad, aunque más bien parece muralla de lo que uno se va a encontrar dentro. Sin duda, al presentarse en primer lugar, espacialmente, es accesible, como debe ser el lugar donde principalmente se encuentran los miles de alumnos primerizos; pero también ofrece la apariencia intimidadora de una institución impenetrable. Esta gran superficie de 27.000 metros cuadrados, con cuatro pisos de altura, fue la primera construcción de la Universidad, con una planta cuidadoseamente ordenada, que se asemeja a una placa de circuitos electrónicos.
Un aspecto de este edificio que llama particularmente la atención es el tipo de soportes elegido. Más de cien columnas de sección circular y capitel troncocónico se deslizan a lo largo de los pasillos, marcando (en intención) una profunda perspectiva y creando una atmósfera que puede recordar la de las construcciones de la Grecia clásica.
Afortunadamente, una vez traspasado este abigarrado bloque de hormigón, el campus recupera serenidad. Tras el tráfago de la masa estudiantil de los primeros cursos, llega la especialización y la dedicación verdadera al estudio. Así parece desprenderse de la distribución de los edificios departamentales, alrededor de la biblioteca. Son pequeñas edificaciones que remiten a las celdas conventuales, cada una de ellas con su referencia a su respectivo árbol de la ciencia. De este modo, sendos acebos franquean la entrada al edificio que lleva su nombre, igual que más adelante son madroños, encinas, magnolios, pinos o abetos.
Estas edificaciones, dominadas por un llamativo color azul en alguna zona de sus fachadas, respiran esa austeridad constructiva correspondiente a esa especialización académica que predican.
Y al fondo, presidiendo toda esta composición arquitectónica, el edificio del Rectorado, que cierra el eje longitudinal de la Universidad, y mantiene las mismas característica que los otros dos edificios principales, con el hormigón visto y los grandes óculos como referentes.
Después de este recorrido rápido, hay que volver sin duda a la Biblioteca, el edificio predilecto de Sáenz de Oiza, cuando diseñó el campus. Este increíble espacio abovedado, inspirado en en el proyecto de E. L. Boullé de 1784 para la Biblioteca Nacional de París, expresa a la perfección el deseo original del arquitecto: 'Estudio y cultivo del intelecto'.
Y esto es cierto. Quien no disfrute del conocimiento en este amplio lugar (que en muchos lugares se asemeja a una fábrica de sabiduría) es porque no quiere. Es un espacio de dimensiones gigantes, con una gran presencia de la iluminación natural, que llega en buena parte desde el lucernario longitudinal de la cubierta, principal heredero en este edificio del citado proyecto de Boullé.
La visita a este conjunto se puede completar con el recorrido cuidadoso por las esculturas que adornan todos los jardines y alamedas que circundan el campus. Con la Partitura especial para conjunción de diedros de Jorge Oteiza, entre el Aulario y el Espacio Departamental de los Acebos, se inicia un paseo por una quincena de obras d elos principales escultores navarros del momento.
Con el diseño del campus de la Universidad Pública de Navara, Sáenz de Oiza conseguía por fin ese lugar en su tierra natal, tras una carrera extraordinaria en la que recibió numerosos premios, entre ellos el Príncipe de Asturias.
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