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Columna
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Monumento

En las personas, los recuerdos son sobre todo imágenes, instantáneas con más o menos color que podemos recuperar cerrando los ojos y volviendo a oler un perfume o poniendo un disco de nuevo en el reproductor: a veces, esas imágenes cobran también una traducción física y se hacen bolsas de piel bajo las pestañas, sonrisas, un melancólico color añil en el fondo de las pupilas. Igual que todos los seres vivos, las ciudades tienen sus recuerdos; y a diferencia de la de los seres humanos, la memoria de la ciudad consta siempre de materia, consiste en una serie de muescas que los sucesos y las personas han ido grabando sobre su superficie como sobre un asta. Pasear por Sevilla es introducirse en el daguerrotipo borroso que conserva de su pasado: imperios que le regalaron murallas, reyes que levantaron mezquitas, literatos y artistas que recuperaron alguna de sus calles para cristalizarla en un verso, en un bastidor de tela. No menos que a quienes la engrandecieron y a quienes amamantó, Sevilla se debe a los fantasmas; pocas ciudades como ella poseen tantos inquilinos impostados, tantas criaturas del aire, de la tinta, de los pentagramas: Don Juan, Carmen, Fígaro. La Historia deja como residuos edificios suntuosos, templos e iglesias algo marchitos, torres que se extraviaron; el arte prefiere la modestia de las estatuas, que se ofrecen a los pájaros en placitas difíciles de encontrar.

Y puestos a buscar monumentos, los hay también de la frustración y del absurdo; como esos recuerdos inventados donde reconstruimos un pasaje de nuestra adolescencia que nos humilló, para creernos más valiosos: al lado del río, sigue el Estadio Olímpico de Sevilla.

Observándolo desde el coche cuando se cruza el puente del Alamillo, uno trata de acordarse del número astronómico que supuso aquel montón de cemento para las arcas municipales, pero el cerebro se extravía pronto entre los ceros: por qué será que tiene sólo cuatro o cinco años y parece viejo como un jardín mal cuidado, mucho más viejo e inútil que ese otro anfiteatro que, un poco más allá, en Itálica, sigue desmigajándose bajo la presión constante de los siglos. Supongo que, como sucede con los cuerpos, la inactividad estraga un poco más cada día a este gigante, que filosóficamente continúa aguardando en su retiro de farolas y arbolitos a que alguien le explique para qué vino al mundo: un argumento digno de Sartre. El Ayuntamiento no logra reconciliar a los dos equipos de fútbol de la ciudad ni los convence de que olviden sus sedes y se vengan aquí a celebrar su enemistad de toda la vida; la contumaz oposición de Madrid como candidatura olímpica, las oscuridades del COI y la maldad general del universo conspiran sin cesar e impiden que el estadio encuentre su sitio, se ejercite en aquello para lo que un concejal visionario lo plantó en la ribera del río. Quién sabe si algún día lo conseguirá: esperemos que para cuando vea por fin a las delegaciones internacionales pasear por sus pistas le aguanten todavía los pilares y el aburrimiento no lo haya derrumbado del todo.

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