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CRÓNICAS
Columna
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El humor de la guerra

Juan Cruz

El humor de Gila era una manera de vengarse de una España terrible que a él le persiguió toda la vida, la España solemne que quiso la guerra y la prolongó en una posguerra que no acababa nunca.

En esa atmósfera pesada y engreída de la España que ganó, la España nacional, aquel sarcasmo ingenuo combinaba la reflexión chistosa sobre las costumbres asustadas de los españoles con la capacidad de surrealismo de los mejores humoristas, en una tradición que fue desde Jardiel a Azcona, pasando por Tono y Mihura. Gila era un solitario, y usó el humor para reírse de la sombra de la solemnidad y de su propia sombra. El humor fue la mejor arma contra la solemnidad y el miedo, y una manera también de advertir que estábamos vivos, que la contienda había interrumpido la ilusión o la esperanza, pero fue incapaz de anular la risa.

¿Era risa? En aquella España del dolor y la arbitrariedad, la burla de Gila desataba la risa, qué duda cabe, pero otorgaba a los españoles que necesitaban ese alivio un instrumento de burla que iba contra la raíz del régimen: las armas, las ganas de hacer la guerra. Hoy, cuando ha pasado tanto tiempo, parece que aquella ocurrencia reiterada del gran humorista perseguido era, simplemente, una respuesta literaria ante su propia aventura humana, pues él fue una víctima muy destacada de los vencedores de la guerra, que le persiguieron con saña, le humillaron, le condenaron y le amargaron la vida. Su reflexión sobre la guerra fue también una manera de referirse a esta pelea de buenos y malos que es tantas veces la vida misma.

Como la guerra es el símbolo más permanente de este maniqueísmo, incluso cuando la posguerra hacía ya que el recuerdo de la contienda civil fuera una nebulosa parecida a las batallitas de los que hicieron la guerra, Gila siguió utilizando ese símbolo para explicar la absurda condición bélica del ser humano. Hace una semana, tan sólo, Televisión Española traía de nuevo a Gila a la pantalla para que le viéramos reírse de la guerra en horas de máxima audiencia. Es verdad que convirtieron su humor, ese humor de Gila, en un artilugio más del consumo, pero en cuanto él mismo aparecía en la pantalla, con su voz gangosa y con su aspecto de paleto a quien su falta de ignorancia había hecho sabio o al menos sensato, ya se ganaba de nuevo la nostalgia de los que habíamos reído con él cuando estaba prohibido reírse de la guerra y a los que le han seguido viendo como una de las apariciones más saludables y filosóficas en este país en que gran parte de los filósofos hace tiempo que tomaron vacaciones.

Gila era un soldado fracasado que, además, no entendía por qué se tenían que hacer esas guerras ridículas a las que él iba siempre con materiales obsoletos y sin convicción alguna. En ese sentido, fue también una metáfora del ciudadano que no sabe qué tornillo está siendo en la mecánica del mundo, un charlot español que enarbola una banderita en medio de una guerra que siempre manejan otros.

Y no sólo era risa, también era surrealismo. Gila lo introdujo en su manera de reírse de la realidad, de presentarla como un mecano que se podía desmontar gracias al uso ambiguo de las palabras; y fueron las palabras -las preguntas- las que le sirvieron a él para introducir en sus monólogos claves que primero fueron suyas y después resultaron instrumentos de burla de ese Gila cabreado con el suceso principal de su vida: la interrupción física y sentimental de la libertad. Fue un español simbólico, un cordón umbilical entre la biografía de millones de españoles y el sueño anterior a la guerra. Después vino esta señora viscosa de las armas y los mosquetones y lo dejó tirado en una cuneta de la que se levantó para reírse. Miquel Horta, el editor, se empeñó en poner en discos todos sus monólogos, en dejar para la posteridad su ansiedad por sobrevivir. Y sobrevive, vaya que si sobrevive este hombre que hasta el final vivió muy cansado de tanta guerra.

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