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Columna
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Rebaños en un tren

Vicente Molina Foix

El tren era el más humano de los servicios públicos. Al contrario que el de correos, representado por esa mano desconocida que te desliza cuando no estás, sobres inútiles o cartas de un amor imperativo, el tren se dejaba ver y tocar, y -hace no mucho tiempo- echaba humo y hasta olía. No siendo el pasajero conductor, el trayecto cobraba una dejadez de cuento oriental que a menudo tú mismo podías vivir -con extranjeros y vampiresas- en las largas horas del viaje. La gente iba sentada frente a ti, y por la ventanilla pasaba la realidad desnuda, no como en el avión, que está algodonosa.

Por eso, la literatura y el cine han sido muy ferroviarios. Es famosa la foto de Zola subiendo al tren para no cometer errores de vía ni señalización naturalista en su novela La bestia humana. Los del cine han usado, por el contrario, la truca, y son preciosas esas otras fotos imaginarias en las que el vagón está seccionado en el plató, sin ruedas, y la cámara, con el pequeño raíl del traveling, se mueve libre por el pasillo y entre las literas. La cantidad de obras maestras con ferrocarril que se me ocurren: El caballo de hierro, de Ford; La rueda, de Gance; Shanghai Express, de Sternberg; Perdición, de Wilder; Alarma en el expreso y Extraños en un tren, de Hitchcock. El novelista Robbe-Grillet hizo su mejor película con Trans-Europ-Express, y de mi memoria nunca se ha ido la escena del viaje furtivo a Toledo -en un tren franquista y leñoso- de la pareja de El buen amor, de Regueiro.

Les sorprenderá quizá que hasta aquí haya estado usando mis verbos sólo en pasado. Con el progreso que hay en la alta velocidad, con lo confortables que hoy son la mayoría de los convoyes, con el vanguardismo tecnológico de las nuevas estaciones que construyen por todo el mundo arquitectos de gran renombre. Para mí se acabaron los viajes en tren. Y lo siento. Hace un año o dos, medio en broma, hablé en estas mismas páginas de cómo la plaga de los teléfonos móviles se empezaba a combatir en Escandinavia creando en los trenes espacios donde esa gente ansiosa y aburrida, profundamente maleducada, que los usa en lugares públicos, no pudiera violar la privacidad de quienes prefieren leer, pensar, dormitar o callar en los viajes. Naturalmente, tanto aquel artículo mío como otros de brillantísimos escritores aparecidos en la prensa no han servido de nada, y lo sabíamos. Lo que no sabíamos era el grado de tortura que nos faltaba por oír. Hoy, viajar en tren consiste en ir en un locutorio de personas gregarias y chillonas (muy irritadas por la falta de cobertura o los túneles), algunas de las cuales tienen como sintonía en sus aparatos Banderita española. Renfe ha empezado a recomendar por los altavoces que se modere el sonido de las llamadas o incluso que los usuarios tengan el detalle de hablar en las plataformas exteriores, del mismo modo que lo hacen los fumadores prohibidos. (Yo, que ni llevo móvil ni fumo ni juego al balón en los trenes, creo que es mucho peor la telefonina que la nicotina). Nadie hace caso, y si un viajero se atreve a señalarles la gran molestia que causan, se sienten amenazados en su derecho a la libre expresión.

Voy a acabar este artículo políticamente. Pidiendo desde aquí una movilización contra el móvil abusivo de los trenes. Nunca he tratado de adoctrinar ni convencer a mis lectores de nada, pero compréndanme: no puedo más. En junio he viajado ocho veces en ferrocarril, y me gustaría seguir haciéndolo. Renfe lo intenta, pero nos necesita. A mí y a ustedes, que estoy seguro que existen. Como no vamos a conseguir que la gente se desprenda de sus aparatitos ni aprenda modales, tenemos que exigir lo que desde el año pasado -y esta vez no es broma- existe en los ferrocarriles británicos. Vagones segregados para telefonistas. No es mucho pedir, si somos muchos los que lo pedimos. Me da vergüenza, pero lo que estoy diciendo es que, si están ustedes de acuerdo conmigo, escriban al periódico o a quien corresponda reclamando que los trenes vuelvan a recobrar su plácida molicie de otro tiempo, cuando, en vez de dictar órdenes a la oficina o decirle a tu madre que no te mareas, el pasajero miraba con esperanza de seducción a quien tuviese enfrente.

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