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UN GENIO DE LA COMEDIA
Columna
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Lemmon nunca cenó aquí

Ha muerto un genio. El actor más versátil, más sensible y más tierno. El cómico a la italiana nacido en Boston que humanizó las maldades de Billy Wilder, dio eco a la angustia de los padres de desaparecidos, contó las miserables tribulaciones de los ejecutivos, se enamoró de un hombre por culpa de un disfraz, que acompañó a un viejo cascarrabias hasta su muerte. Su desaparición me sorprende en la última línea del libro que le he dedicado. Dar un premio a Jack Lemmon en el Festival de San Sebastián fue un sueño durante los trece años en que estuve a su frente o colaborando en él. Cada año le invitaba, y su eficaz secretaria respondía explicando en qué estaría ocupado mister Lemmon en esas fechas, que lo agradecía, y que quizá 'next year'. Ya sospechábamos que no. Pero escribirle era un tributo de admiración, una cita con un ser querido, una forma de hacer la vida más agradable. Porque es difícil no sonreír al recordar sus personajes de Irma la dulce, Con faldas y a lo loco o La extraña pareja. O de entristecerse con Días de vino y rosas, Desaparecido o Así es la vida.

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Sin duda, Jack Lemmon ha dejado huella en cuantos le hemos visto incorporar en la pantalla a seres tan reales que nos olvidábamos de que aquello no era más que un cuento. Lemmon siempre era una persona. En clave de comedia o de drama, en astracán o tragedia. Le vi en La Habana cuando visitó aquel festival de cine. Fidel Castro soltaba uno de esos discursos interminables. Lemmon, en el escenario, atenazado a unos auriculares inmensos, reía las bromas del comandante sin abandonar su cara de sorpresa. Mientras nosotros nos removíamos en los asientos, él estaba allí, en la tribuna, de espectador y de actor. Todos le mirábamos. ¿Qué hacía Lemmon en La Habana? ¿No temía represalias del Departamento de Estado? Y él se explicaba con sencillez defendiendo la libertad de visitar el país que uno quiera, y la de los cubanos para gobernar su país como consideraran mejor. Sin estandartes ni ambigüedades, como un ciudadano de a pie. Confesaba que a través de su trabajo con Costa Gavras en Desaparecido había descubierto aspectos del mundo que en su país procuran ignorarse. Como no era fácil acercarse a él, hube de conformarme con verle marchar custodiadísimo por hombrotes de cara antipática. Haberle tenido tan a mano y perder la ocasión de decirle no ya que deberíamos cenar alguna vez en San Sebastián, sino las muchas alegrías que su trabajo nos daba, fue una frustración que no perdono a aquellos gorilas.

Menos mal que, al tiempo, surgió otra ocasión, con motivo de la entrega de los Globos de Oro. Allí estaba Lemmon, curiosamente nervioso, protegido por su esposa, Felicia Farr, que le mimaba. Era candidato a un premio que no obtuvo. Siguió sonriendo, aunque era visible en sus ojos un leve toque de tristeza que no duró mucho. El actor Ving Rhames, que fue quien logró el globo por su trabajo en una miniserie, consideró que, siendo Jack Lemmon candidato, nadie más que él era merecedor de conseguirlo. Lemmon había intervenido en una nueva versión de Doce hombres sin piedad, dirigida por William Friedkin. Los espectadores se pusieron en pie corroborando lo que el ganador proponía: 'No hay nadie digno de competir con usted, maestro. Todos los premios deben ser suyos. Los jueces se han equivocado', y Ving Rhames obligó a un desconcertado Lemmon a subir al escenario para hacerse cargo del trofeo. Me pareció que lloraba. El público, desde luego, sí. Pude abordarle entonces. Recordaba las invitaciones que le enviábamos cada año desde San Sebastián y lamentaba no haberlas podido aceptar, pero seguramente dijo 'next year'.

Tenía el Globo de Oro entre los brazos como se tiene un tesoro delicado y queridísimo, mientras Felicia Farr, que le veía desbordado, quería llevárselo de allí. 'Le volveré a escribir, señor Lemmon'. Y aunque lo hice de nuevo repetidas veces, nunca se logró el sueño. Ahora, al recordar las vicisitudes de 13 años del Festival de San Sebastián, y dando por hecho que Lemmon ya nunca cenaría allí, le he dedicado el libro contándole cuánto no ha podido conocer por sí mismo. Algún día, de alguna forma, lo sabrá. Espero.

El anciano Billy Wilder estará hoy especialmente triste. Es lógico recordarle. Hace poco se le fue Walther Matthau, y ahora el irreemplazable Jack. ¡Cuántas risas debieron compartir, cuántas de ellas nos han regalado! Aunque nadie es perfecto, Bill, supísteis disimularlo tan bien que ahora estamos huérfanos, sin esperanzas de encontrarnos con milagros como los vuestros. Nos quedan en la memoria, eso sí, y nos siguen animando la vida. Espero que hicieras feliz a Jack, tú, que tantas veces has debido tener el privilegio de cenar con él. ¡Te envidio, viejo zorro!

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