A toda vela hasta el fondo
Transportada por una fuerte brisa he llegado a orillas del Báltico, donde se encuentra varado uno de los mayores galeones del siglo XVII. Aunque la sal se ha venido empleando para conservar alimentos y otros bienes de este mundo, los fantasmas se conservan mejor con poca sal. Por eso, estas aguas muy poco salinas han podido conservar durante más de trescientos años el buque que ahora contemplo, sin duda un buque tan fantasma como quienes lo construyeron.
El rey Gustavo Adolfo había ordenado su construcción en 1625 para asegurar su reinado que, como solía repetir, dependía primero de la Gracia Divina y luego, de su flota. Y como se estaba quedando casi sin barcos, se dijo a sí mismo: si tenemos pocos, que al menos tengamos el más grande. Estos hombres, siempre la misma manía con el tamaño. Con 52 metros de altura y menos de cinco de calado, sólo le faltaban los 64 cañones de bronce para volcar al menor contratiempo. Y es lo que le sucedió.
Para infundir pavor al enemigo, los portillos de los cañones fueron decorados con cabezas de los más fieros leones. Pero parece como si los leones se hubiesen vuelto contra sus dueños, porque por esas troneras abiertas muy cerca de la línea de flotación entró el agua a raudales en cuanto empezó a soplar el viento en su viaje inaugural. De ese modo, precediendo en tres siglos al Titanic, el orgulloso Vasa se fue al fondo del mar con velas, gallardetes y bandera a poco más de mil metros de quienes festejaban su salida con música y salvas de artillería.
El Vasa fue reflotado en 1961 y, tras 17 años de costosa restauración, es exhibido desde 1990 en un museo construida como una proyección del mismo barco. Hoy es el museo más visitado de Suecia y también un recordatorio permanente de lo que puede suceder cuando a los hombres se les sube el poder a la cabeza. Los suecos son en este sentido un ejemplo a imitar por el modo de aprender de la historia. No como otros que siguen pensando que la Armada Invencible sucumbió ante las fuerzas de la naturaleza y no ante la incompetencia de ciertos 'elementos'.
A pesar de todo, pocas veces se aprenden las lecciones de la historia. Justo en estos días, a pocos kilómetros de este museo en la ciudad de Gotemburgo, la policía ha disparado por la espalda a un adolescente que acababa de tirarles una piedra. La escena se ha transmitido al mundo por televisión. Los suecos no inauguraban esta vez un barco, sino una cumbre de jefes de Estado. Y no necesitarán otro museo para dejar demostrado, una vez más, que la estupidez puede ser tan peligrosa como la maldad. En contraste con ellos, la policía vasca se hace la sueca para no disparar ni detener a nadie cuando los encapuchados les hacen bailar la danza del fuego con cócteles mólotov. Y mientras el ministro sueco del Interior guarda silencio, el consejero vasco de Interior no deja de hablar sin decir nada. Se me ocurre que quizás se hubiera metido en un buen lío si llega a detener a los que habrían resultado ser hijos de sus compañeros de partido.
A pocos metros, también en Gotemburgo, nuestro presidente Aznar utilizaba la televisión para reñir a otros estadistas europeos, con el tono del maestro de escuela un poco harto ya de tener que repetir las mismas cosas a alumnos tan torpes. Mucho me temo que haya podido quedar infectado por el virus de inmunosuficiencia adquirida debido al contacto de la mano de Bush en su hombro.
En vista de que en todas partes cuecen habas, he decidido volverme a Euskadi, con la esperanza de que al llegar, como Ulises, sea reconocida por el perro. Un buen final para un viaje iniciático es siempre esta llegada al aeropuerto de Bilbao, casi rozando las lápidas del cementerio. Es como si la azafata nos dijese: 'Dentro de unos segundos tomaremos tierra en Bilbao. Recordad que sois mortales'.
Más que tomar tierra, aterrizamos, y al entrar en la sala de recogida de equipajes me topé con una hermosa maqueta del transbordador de Portugalete con un inefable letrero que rezaba: 'Visite nuestra Torre Eiffel'. Esto es mi Bilbao. Aquí los fantasmas gozan de buena salud sin necesidad de ser conservados en castillos o museos.
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