Endogamia y carrera investigadora
Las prácticas endogámicas constituyen, según el autor, una grave hipoteca para el desarrollo científico y social del país
Nuestra universidad es, aún, descaradamente endogámica. Hasta tal punto que las propias autoridades académicas y políticas se aprestan a conducirnos a una nueva fase, en que la palabra endogamia empiece a ser objeto de vergüenza social. Hacen bien: es una vergüenza. Sin embargo, y al igual que ocurre con otras prácticas que caen en descrédito social aparente sin que se produzca más que una adaptación en las formas de seguir con ellas, corremos el peligro de que un debate superficial sobre la endogamia sólo sirva para enquistarla en un envoltorio más presentable. Sus defensores más sofisticados empiezan a prepararse, distinguiendo sutilmente entre la buena y la mala endogamia, como si se tratase de varios tipos de colesterol.
Bien está que quienes practican y favorecen la endogamia empiecen a sentirse incómodos. Pero lo que de verdad conviene es que los ciudadanos comprendan mejor lo que está en juego, detrás del debate sobre este nombre. Si se trata sólo de una tormenta entre académicos preocupados por el reparto de influencias, que se las compongan ellos. Pero si, como yo creo, tenemos delante una oportunidad de exigir un cambio radical y profundamente beneficioso para toda la sociedad, entonces conviene que ésta comprenda mejor el mal que le han estado haciendo, entienda que hay caminos infinitamente mejores a seguir, exija cambios radicales y condene las prácticas endogámicas por su intrínseca perversidad, aunque vayan vestidas de seda.
Tomemos perspectiva. La decisión social a analizar globalmente es el papel que vaya a jugar la ciencia en nuestra sociedad. Lo demás son consecuencias de segundo o de tercer orden, que deben abordarse en relación con aquélla. ¿Queremos de verdad que los científicos que trabajan en España estén en la élite mundial? ¿Queremos que la economía española reciba impulsos significativos de su sistema de ciencia y tecnología? ¿Es pensable que la profesión de científico adquiera relieve social? ¿Es posible una cultura en la que ser mecenas de la ciencia le dé más prestigio a un empresario que presidir un club de fútbol? Nadie dirá abiertamente que no, pero el grado de compromiso está por ver. Una medida de este compromiso será, sin duda, el gasto que lleven a cabo las administraciones y las empresas para hacer crecer la cantidad y la calidad de investigadores. Otra medida, muy significativa, nos la dará el esfuerzo que se haga para diseñar marcos institucionales adecuados que premien a quien haga buena ciencia y también a quienes la promuevan.
El proyecto de reforma universitaria que ha adelantado el Gobierno pretende ofrecer medidas contra la endogamia. Quiero argumentar que estas medidas son insuficientes, porque no atacan al problema de fondo, del cual aquélla no es más que una manifestación. El problema profundo es diseñar mecanismos sociales para que la formación de investigadores de calidad sea una prioridad de las universidades, y que la garantía de empleo de los investigadores sea consecuencia de su competencia una vez formados, y no pueda depender de clientelismos ni de promesas hechas antes de hora. Hay que cambiar no sólo la ley, sino también la cultura que atenaza hoy a las universidades y otros organismos de investigación. Hay que cambiar la concepción misma de la carrera académica, para que las universidades se vean premiadas por formar buenos investigadores, y los investigadores con la mejor formación puedan aspirar en buenas condiciones a los mejores puestos de trabajo. La endogamia es perniciosa porque significa que, hoy, haberse doctorado en una universidad es la mejor garantía de encontrar empleo en ella. Mucho más que ser el candidato más preparado. La endogamia crea complicidades, y de ella se benefician muchos. Por ello es importante saber cómo funciona, y ver cómo una carrera académica entendida de manera distinta podría resultar socialmente más beneficiosa. La ley puede ayudar a evitar ciertas prácticas, pero lo crucial es que cambie la visión colectiva sobre cómo crea científicos una sociedad ambiciosa.
Las prácticas actuales de las universidades, y también las propuestas de reforma en discusión, les dan a los ayudantes y otros no doctores en formación la certeza de que están iniciando una genuina carrera académica, cuya culminación natural es el arraigo en aquella misma universidad donde se forman. En muchos casos, la universidad les confirma esta percepción dándoles la condición de profesor titular de escuela universitaria. Pero aún sin llegar a este extremo, el doctorando que a la vez es ayudante adquiere enormes ventajas sobre aquellos otros que financian sus estudios por otros medios. La idea de que un no doctor es un joven profesor 'de la casa' permea esta cultura. Obliga moralmente a las universidades a hacer suyas las expectativas creadas: si es un profesor, y además joven, debemos apoyarle a que lo siga siendo entre nosotros. Y esto hace que la actividad de formación doctoral adquiera una naturaleza aberrante. Mientras que el objetivo de las universidades es formar y colocar lo mejor posible a sus estudiantes de primer y segundo ciclo, la mayor parte de la formación doctoral sigue dedicada a la formación de profesores para consumo interno.
¡Sólo nos quedamos con los mejores!, me dirá el defensor del buen colesterol. ¿Qué podemos hacer si no para cubrir las clases?, me razonará el catedrático de la universidad recién creada. Con éstas y otras excusas razonables se va manteniendo un sistema universitario basado en la endogamia, que es perfectamente viable, e incluso mejorable si quienes lo gestionan lo hacen con buenas intenciones y bajo leyes que eviten grandes abusos. Pero mantener este sistema representa una enorme pérdida social, porque cierra el camino a cambios profundos y posibles. Incluso en un contexto de endogamia generalizada es posible resistirse a ella, y por tanto no hay que esperar a ningún cambio legal para empezar a combatirla. Pero los futuros cambios legales deberían apoyar a quienes quieran oponerse a ella, dando facilidades a una concepción de la carrera académica que apoyase decididamente una formación doctoral de calidad, totalmente separada de la formación de expectativas de empleo en el lugar donde se recibe, seguida de un periodo, que se inicia cuando uno ya es doctor, durante el cual las universidades encontrasen incentivos para competir por los mejores investigadores jóvenes, cualquiera que fuera el lugar donde se hubiesen formado.
Un cambio a mejor para la investigación exige, sobre todo, que la formación doctoral no sea una etapa de la carrera académica en aquella universidad donde se adquiere. Los estudiantes de doctorado deben tener claro que formarse en una universidad no sirve para llegar a ser profesor en ella. Las universidades y los grupos de investigación deben ser premiados por el número de sus doctores que se emplean como investigadores en otros centros, y jamás por el número de sus estudiantes a los que recortan las alas prometiéndoles cobijo. Si las universidades buscasen como estudiantes de doctorado a jóvenes de cualquier procedencia, y los jóvenes no tuvieran el temor de que abandonar su ciudad pueda ser una condena a no poder regresar nunca a ella; si los estudiantes pudieran buscar la mejor formación allí donde se la den; si las universidades se vieran premiadas por su capacidad de atracción de talento; entonces estaríamos abriendo puertas.
Hay muchas acciones para abrir el mundo de la ciencia a aires frescos, pero ninguna más importante que garantizarle al joven más capaz que la manera de tener futuro es arriesgar, acrecentando así su ambición. Y nada es más triste que la realidad, tan frecuente, de un estudiante brillante que se queda a calentar silla cerca de su casa, amedrentado por el peligro real de no poder ser nunca profeta en su tierra si no rebaja sus ambiciones. Por esto seguirá habiendo endogamia si no cambia nuestra cultura. Y esta endogamia estrecha miras, estrecha mercados, reduce oportunidades, empobrece, porque es el resultado de una visión estrecha y pobre de lo que es la ciencia. Hay que oponerse a la endogamia porque hay caminos mejores. Y el principal es forzar a que la formación doctoral sea la obligación, el privilegio y el sello distintivo de quienes puedan formar investigadores de alto nivel, dejando de jugar el triste papel de un seguro de empleo para el que menos se mueva.
Salvador Barberà es catedrático de Economía de la Universitat Autònoma de Barcelona. Premio Rey Juan Carlos de Economía.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.