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CRÓNICAS
Columna
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Ahora vendrán los días de las grandes milongas

Juan Cruz

En su Libro del frío (Germania, colección Hoja por Ojo), Antonio Gamoneda presenta un verso que se queda en la memoria también como una profecía: 'Ahora vendrán los días de las grandes milongas'. Suelto así, en la página 65 de un libro tan blanco como una muralla de Turner, el aviso parece una piedra ya disuelta en el espectáculo veloz y concéntrico de un estanque, y cae, en efecto, en el episodio nacional con la sensación de que habla mucho más que un simple poema suelto de un escritor cuya sordera paisana de León no le ha quitado, ni mucho menos, la posibilidad de escuchar la música -la charanga- de un país entero.

Mucho ruido en este país, mucho ruido. Los que levantan más la voz son los que creen que su voz queda para siempre y, sin embargo, los que van en silencio -filósofos huidos, poetas anónimos, escritores sigilosos, catedráticos que dan sus clases y que no quieren matar a sus alumnos con sus soflamas de agoreros, ciudadanos que cumplen con su deber sin hacer de la prepotencia su tinta de calamar, jueces a los que nadie conoce, cantantes, actores que no salen en las revistas del corazón, seres anónimos que comen solos en los restaurantes oscuros, funcionarios que no aspiran a tener siete sueldos del Estado y que además quieren así cargarse el Estado, frívolos alcahuetes de la vida nacional...- terminan siendo aquellos que dejan con la firma de su vida la mejor descripción del alma de su país...

Los poetas -los buenos poetas- son, y en esto no hay ofensa, sino contraste, tan veloces como los perros para escuchar la nitidez de los ruidos que crecen en las sociedades a cuyo latido atienden. Se dice, y es cierto, que sólo la verdadera poesía es capaz de decir la verdad y que incluso aquellos poemas más abstrusos y lejanos terminarán describiendo, como los retratos de Picasso, la sensación real de lo que pasa. Y cuando la poesía es mentira, cuando nace de la suposición de que sólo vale para hacer currículo, se vuelve vana e inexistente, perfectamente olvidable. Y se olvida: algunos poetas insisten, con la insistencia de los bueyes, en hacerse escuchar aun cuando su verso es silencio, y manotean a un lado y a otro, buscando premios propios y castigos ajenos, creando cuadras y escuadras, pero si no dicen nada, si forman parte del ruido, su espectáculo se queda en puro escenario.

La poesía para contar lo que pasa. Hay poetas, como Jaime Gil de Biedma -por cierto, si el poeta se hubiera despertado y hubiera visto quiénes forman hoy parte del jurado del premio que lleva su nombre...-, que utilizaron la ironía para resaltar la biografía de un país que parecía de mentiras; Gil de Biedma lo hizo salvando con el ingenio fértil de los escritores esporádicos la distancia que le separaba de la narrativa. Su escritura tenía que ver con su tiempo, claro, pero viajó con los años para describir también el sentimiento de lo que iba a seguir; excepto por la circunstancia de que ahora en su nombre hacen muchas baladronadas en su propio pueblo, es cierto que la ironía de su verso más famoso -se iba a salvar escribiendo después de la muerte de Jaime Gil de Biedma...- se acerca a lo que es el poder enorme y profético de la poesía... La poesía para decir lo que pasa: para recordar lo que sucedió, para disminuir el ruido, para cambiar -eso lo dijo Juan Cueto el otro día en Madrid....-, para cambiar de conversación.

Ahora los tiempos están confusos, son tiempos de grandes milongas, y poco a poco es la poesía -a falta de otros instrumentos: la educación, el periodismo, la escuela, la responsabilidad ciudadana- la que puede ir contándolos, y descontándolos. Pensar, decía Emilio Lledó en el homenaje a Fernando Lázaro Carreter, cuesta, pesa hacerlo, y es conveniente tomarlo en serio; es posible que para cercar este tiempo de grandes confusiones, y de grandes milongas, haya que volver sin pausa ni remedio a la poesía y al pensamiento, a buscar materiales que le sirvan a la gente para descartar la paja del grano, para afrontar con seriedad y con convicción una cultura nueva, firme, más sensible y más humana, en un país en el que el ruido ya es ensordecedor. Como si la milonga no tuviera ritmo, sino tan sólo altavoz. Y qué altavoces.

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