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Independientes y responsables

Josep Maria Vallès

La situación que atraviesa la Sindicatura de Comptes de Cataluña plantea algunos interrogantes. Son los que afectan a las llamadas 'autoridades o agencias independientes'. Tales instituciones han crecido en número, competencias y recursos. Se ocupan de aspectos muy sensibles de la actividad política. No sólo tratan de la auditoría de las cuentas públicas, como corresponde a nuestra Sindicatura de Comptes. En manos de autoridades que no han sido directamente elegidas por la ciudadanía están también el control de la constitucionalidad, el gobierno de los jueces o la vigilancia sobre las administraciones que ejercen el Defensor del Pueblo o el Síndic de Greuges. En el orden económico, hay que añadir la política monetaria y la regulación o supervisión de asuntos clave en nuestras sociedades: la competencia empresarial, el mercado de valores, los seguros, las telecomunicaciones, la energía, el transporte, los medios de comunicación, la protección de datos personales, la seguridad nuclear, etcétera.

Esta relación de materias es suficientemente ilustrativa del espacio político que tales autoridades han ido ocupando. Aunque su modo de intervención es diverso -a veces arbitran, en otros casos fiscalizan o regulan-, un experto politólogo ha escrito que 'si queremos saber cómo se deciden hoy las políticas públicas más importantes, hemos de estudiar poco el gobierno y todavía menos el Parlamento: hemos de mirar sobre todo a estas agencias y a sus decisiones'.

¿Cómo explicar esta expansión? Cabe atribuirla a la inadaptación de las instituciones centrales del Estado liberal-democrático -Parlamento, Ejecutivo- para tratar cuestiones de gran complejidad técnica, con impacto a largo plazo y más allá de los ciclos electorales. Es también producto de la desconfianza ante los partidos y la clase política, poco fiables -al parecer- para decidir en materias tan delicadas. Se supone, en cambio, que los titulares de estas autoridades acumulan una neutralidad y una pericia técnica que los representantes políticos no tienen. Se les presume también la virtud personal que protege de todo sesgo ideológico o partidista. De esta manera, decisiones de gran alcance social quedan sometidas a la influencia de organismos, alejados -en mayor o menor medida- de la voluntad popular.

Lo que justifica la existencia de estas autoridades es su presunta independencia. Para asegurarla, sus titulares deben ser seleccionados entre personas sin vinculación directa con partidos o grupos de interés, del tal manera que resulten invulnerables a las seducciones que amenazan a otros actores políticos. Una vía para conseguirlo es la designación parlamentaria -exclusiva o parcial- por una mayoría cualificada y para mandatos que superen la duración de un ciclo electoral.

Con todo, la experiencia muestra que esta designación se somete a menudo a un reparto de cuotas: cada partido 'se apropia' de uno o varios de dichos puestos en función de su fuerza parlamentaria o de los pactos que establece con los demás. En ocasiones, es más decisivo para ocupar el puesto un buen apoyo partidista que una gran calificación técnica. Mal comienzo para asegurar la credibilidad y la pretendida independencia de la institución y de sus titulares. A la vez, se quiere fortalecer esta independencia, dificultando la revocación de dichos titulares, salvo en el caso extremo de la inhabilitación por condena penal.

Pero esta necesaria independencia debe combinarse con un ejercicio eficiente y responsable de sus importantes atribuciones. ¿Cómo pedirles cuentas de tal ejercicio y qué posibilidad existe de sancionar un mal comportamiento personal o colectivo de la institución? En algunos casos, la justificable preocupación por su independencia puede desactivar la obligación de rendir cuentas por su actuación. Para que ello no ocurra, conviene perfeccionar el modo de designación de sus titulares y prever una revocación en casos de excepción. No es asunto fácil, pero merece la máxima atención, porque no es un tema secundario. Cuando estas autoridades o agencias independientes se expanden, se cierran espacios de decisión política al control de la representación popular. Y, sin darnos cuenta, podemos vaciar de contenido a la única función importante que resta a los parlamentos actuales: la función de fiscalizar la acción gubernamental, cada vez más influida -o incluso en algún caso directamente ejercida- por las llamadas agencias independientes.

Cualquiera que se preocupe hoy por la salud de la democracia no puede ignorar la cuestión. El episodio de nuestra Sindicatura de Comptes obliga ahora al Parlamento catalán a intentar un tratamiento del asunto que salga al paso de inconvenientes comprobados. Más allá de tácticas de ocasión y de algunas resistencias poco explicables, es obligación de todos los grupos políticos buscar un mejor equilibrio entre la independencia y la responsabilidad de estas instituciones, ya que de su buen funcionamiento depende en gran medida la calidad de nuestras democracias.

Josep M. Vallès es miembro de Ciutadans pel Canvi y diputado del Grupo Socialistes-Ciutadans pel Canvi.

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