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El arancel cultural

En el debate sobre los efectos culturales de la globalización y sobre cómo pueden llegar a disolver las identidades, a menudo damos por hecho que toda la lógica de mercado va a favor de lo global y en contra de lo particular. Que la lógica económica es globalizadora, mientras que hace falta una lógica política proteccionista para mantener unos ciertos mercados nacionales. El audiovisual y la música, se presentan como ejemplos: Hollywood trabaja para todo el mundo, las industrias audiovisuales locales sobreviven como pueden y vamos a una situación en la que todos veremos exactamente lo mismo, desde Lima a Katmandú, pasando por Barcelona.

Ante esta ola globalizadora, algunos proponen un cierto arancel sobre las industrias culturales, de forma que se protejan los mercados nacionales y se encarezca y dificulte la importación. Lo mismo que pedía el proteccionismo industrial del siglo XIX: un arancel que beneficie lo propio y perjudique lo ajeno. Estoy de acuerdo, con dos matices. Primero, tengo la sensación de que este arancel no es económico, sino cultural. Que ciertos mecanismos culturales pueden servir para proteger el mercado local y para dificultar la penetración excesiva o absoluta de lo que viene de fuera. Segundo, creo que este arancel cultural ya existe.

¿Cuál es el arancel cultural? Pues la lengua, la cultura, el sentido del humor, el star-system propio, la sensación de que un producto cultural habla sobre ti y sobre la gente que conoces, sobre un mundo que es próximo. Ciertamente, este arancel cultural, que premia los productos creados desde el propio ámbito y los ayuda a competir con la grandes producciones de fuera, no protege absolutamente el mercado. Hollywood es y será muy importante. Pero al lado de Hollywood hay y creo que habrá un consumo cultural de productos digamos locales, que tal vez tengan menos presupuesto, pero que tendrán la ventaja de compartir con el espectador unos determinados presupuestos culturales que configuran un punto de vista. Contra la idea de una globalización absoluta del consumo cultural, no creo que podamos defender la idea de una fragmentación absoluta, sino la idea de que en cada mercado convivirán productos pensados para todo el mundo y productors pensados para el mercado interior.

Incluso el mundo del audiovisual nos da pruebas de la existencia de este arancel cultural. Una, muy reciente: en Cataluña, Plats bruts ganó a Titanic, cuando la emitieron por televisión. Titanic es el símbolo máximo del producto cultural globalizado. A su lado, Plats bruts es una producción modesta, de una gran dignidad formal, ingeniosa, que tiene a su favor el arancel cultural: es una comedia de proximidad, que se basa en un determinado sentido del humor, en un star-system propio, en el retrato de una realidad cotidiana concreta. Probablemente Plats bruts no funcionaría en Siberia, si no se traduce más allá de la lengua. Titanic sí. Pero en el mercado catalán Plats bruts puede ganar a Titanic. Y en los cines españoles, en su momento, una producción tan discutible como Torrente ganó también a Titanic por razones parecidas. Torrente, visto desde Francia no sólo no es gracioso, sino que es incomprensible. Pero visto desde el mercado español, con Santiago Segura en todas las cadenas de televisión, sabiendo qué es el Atlético de Madrid y cuál es la iconografía del facha, funciona.

El arancel cultural no garantiza la calidad. Favorece al producto que está enraizado en una tradición cultural concreta.

Los ejemplos podrían multiplicarse. La existencia de una cinematografía india muy fuerte, que planta cara a Hollywood en su mercado interior, o de un cine egipcio que fuciona en todos los países islámicos, nos habla de este arancel cultural. Son productos que no se dirigen a todo el planeta, sino a áreas culturales específicas, pero que en el interior de estas áreas son competitivos. Por tanto, frente a alguna visión apocalíptica que se imagina que todo el mundo consume la misma cultura desde Lima a Katmandú, la existencia del arancel cultural conserva alguna esperanza de diversidad. También de identidad. Con dos condiciones, al menos para nosotros. La primera, que los componentes de este arancel cultural, la lengua, la cultura, el humor, el punto de vista, la proximidad de los referentes históricos y culturales, continúe siendo valorada como importante por parte de la población consumidora de cultura. Que lo considere realmente como un valor añadido. La segunda, que mantener una cierta cuota del mercado local, en competencia con la cultura globalizada, nos ayude a producir también nosotros cultura para todo el mundo: desde el mercado interior, no renunciar a ser una voz universal, vender Les tres bessones a Estados Unidos, para continuar hablando con ejemplos. Mantener el valor del arancel cultural, pero no fiarnos del todo: dirigirnos también a todo el mundo. Aunque entonces tengamos su arancel cultural en contra.

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Vicenç Villatoro es escritor, periodista y diputado por CiU.

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