Heridas de la Serranía
Los pueblos de la Serranía vuelven a clamar contra las canteras. La intención de empezar inminentemente la explotación de los yacimientos de la Muela de Aras ha vuelto a poner en primer término este problema, posiblemente el más grave de cuantos afectan al maltrecho patrimonio natural y cultural -al fin y al cabo, aspectos de una misma realidad- de la comarca mencionada. Como primer efecto, las canteras destrozan la armonía del paisaje.
Nada hay de romanticismo pueril en esto; la calidad del paisaje es un índice de la calidad de vida; un paisaje en condiciones es tan importante como una calle limpia o una circulación vial ordenada, en lo que atañe a la salud de las personas y a la autoestima de las sociedades. El derecho al paisaje es un derecho fundamental. No acaban aquí, sin embargo, los efectos negativos de las canteras. Podemos añadir que aceleran la erosión, comprometen el mantenimiento de los acuíferos y ensucian poblaciones, cultivos y pulmones. El transporte de los materiales extraídos supone un tráfico pesado difícilmente tolerable. Los abusos en la conducción de los camiones, el exceso de peso y las condiciones deficientes de inmovilización de la carga hacen disminuir la seguridad de los demás usuarios de carreteras y caminos, que ven cómo piedrecillas y guijarros llenan la calzada e impactan contra los parabrisas.
Pero por encima de cualquier otra consideración, las canteras de la Serranía son un ejemplo evidente de injusticia social. De ellas sale, a bajo precio y con todas las consecuencias indeseables antes expuestas, la materia prima que surte a la industria azulejera de la provincia de Castellón. Esa industria, que es alabada hasta la náusea por los gestores públicos y por los círculos empresariales y financieros, y que con justicia, pero también con demagogia, es presentada como ejemplo máximo de creación de empleo, obtiene unos beneficios fabulosos que jamás revierten sobre la comarca proveedora. Son un aterrador ejemplo a escala local de las implicaciones éticas que acarrea la globalización de la economía. Una cierta reversión de plusvalías podría reconducir el problema minero y hacerlo sostenible desde el punto de vista ambiental.
En la práctica, sin embargo, no hay un plan de ordenación para la concesión de licencias de explotación, ni se mueve un dedo por hacer efectivas las normas de regeneración de los entornos afectados. Luego, eso sí, no hay rubor para invitar a saraos de lujo, gastos pagados y primados, a príncipes extranjeros, famosillos de medio pelo y artistas de dudosa reputación, como hemos tenido ocasión de comprobar.
Haría mucho más por la 'vertebración' -término feo e inapropiado donde lo haya- del territorio valenciano una participación de la Serranía en las ganancias de la industria de la Plana que cuantos corredores, paquetes turísticos, altas velocidades y autovías se quieran acometer. Vivimos, sin embargo, bajo el imperio de una secta neoliberal que tiene por ídolo, no ya al tanque de petróleo de la balada de Bertolt Brecht, sino a la maquinaria pesada. Éste es el becerro de oro de nuestra oligarquía. No tan reluciente, pues va mal pintado de amarillo; no de metal noble, sino de fuerte chapa. Pero igual de brutal, alienador y falaz. Éste es el dios omnipotente que, en la Serranía, abre canteras y vertederos, pasando por encima de todo control; que ensancha y rectifica carreteras y pistas que matan el paisaje, destruyen el poder de evocación y conducen a pueblos sin vida o a ninguna parte, que es lo mismo; que practica cortafuegos dirigidos favorablemente a los ponientes, en los que aflora la roca madre y la ausencia de verdadera política forestal. Éste es el dios subvencionado, el sumidero al que van a parar todas las inversiones que se dedican a modernizar la comarca. El mismo dios que hace parecidos desaguisados en otras zonas del interior, y que allana el terreno para su hermana y jefa, la diosa grúa, en el litoral.
Los habitantes de la Serranía, en su esfuerzo por superar el ruido de la maquinaria pesada, van a hacerse oír una vez más en la ciudad de Valencia. Mañana se concentraran en sus torres, y clamarán por una legislación eficaz para las explotaciones mineras. Clamarán en el desierto, sin embargo, si los ciudadanos del área metropolitana, que no tienen más que alzar la vista para ver las heridas de las montañas serranas, no hacen suyas estas reivindicaciones.
Muchos sólo se acuerdan de la Serranía cuando llegan las vacaciones de Pascua; se afanan en acampar en cualquier ribazo para disfrutar de la naturaleza... si les dejan las estridencias de los equipos portátiles de música. El resto del año, sin embargo, no reparan en que, aun a cincuenta, sesenta o cien kilómetros, aquellos paisajes también son patrimonio suyo.
Jesús Català Gorgues es doctor en Biología e historiador de la ciencia.
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