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MUERE UN TESTIGO DEL SIGLO XX
Columna
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'Nostra culpa'

'En este país de jactanciosos del monolitismo, yo pertenezco a una rara variedad de sus habitantes, la de los virtuosos de la palinodia'. Esto decía Laín en un libro conmovedor, Descargo de conciencia, en el que con gran valentía analizaba su pasado franquista. Esta confesión pública, en un país tan dado al olvido o al maquillaje del pasado, era una rareza. En los años cuarenta y cincuenta, el número de profesores, artistas u obispos adictos al régimen era legión; algunos de ellos cambiaron y hasta se convirtieron en maestros intelectuales de una juventud opositora. Pero fueron pocos, muy pocos, los que tuvieron el valor de ajustar cuentas con su pasado. Uno de ellos fue Pedro Laín.

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Y no lo hizo sólo para tranquilizar su conciencia, sino para legitimar su nueva posición. Laín entendió que su nueva actitud pontonera sólo podía ser creíble si no la presentaba como una prolongación de su pasado franquista, sino como un nuevo principio.

Lo que llama la atención en estos escritos autocríticos es la dolorosa tensión a la que él mismo se somete. El autor no cesa de repetirse que si se puso del lado de Franco fue por altura de miras y que esa misma nobleza le llegó a tender puentes desde el primer momento; bien es verdad, se sigue diciendo, que comulgó con el nazismo, que veneró a Carl Schmitt, que paseó con aire marcial por la Dachauerstrasse de Múnich, mientras al final de la calle eran asesinados en masa miles de judíos, rusos y gitanos. La primer conclusión refleja el tormento interior de quien hace valer las buenas intenciones sin cerrar los ojos al horror del entorno: 'Cometí un grave error, pero no culposo'. Error, sí; culpa, no, como si la culpa la tuvieran las circunstancias.

Pero el Laín que quiere ajustar cuentas consigo mismo no podía quedarse en ese engaño, por eso la espiral autocrítica sigue y sigue hasta reconocer, en las últimas páginas, un sonoro mea culpa y nostra culpa. Laín tiene delante de sí al ejército de víctimas inocentes ajusticiadas de una manera o de otra por el Tercer Reich y por el Régimen Franquista, todas ellas exigían 'un adecuado reconocimiento público de su incuestionable, exigente realidad física y moral, un contrito nostra culpa, y que este reconocimiento no ha sido satisfactoriamente hecho por quienes debíamos hacerlo'. En una carta escrita después de la reedición del libro, en 1989, escribió: 'Nadie se hace idea de cuánto desgarro interior significa reconocer públicamente su pasado'.

Esta confesión -o conversión, como él decía- tiene una importante consecuencia política, a saber, reconocer que el hombre liberal y humanista, tolerante y democrático en que él se había convertido no era el resultado de un proceso homogéneo, sino que comportaba una cierta ruptura con el Laín anterior. La barbarie nazi o falangista puede ser la cara oculta del progreso, pero nunca un momento de la humanidad del hombre o de la democracia.

El lector no tiene ningún derecho a juzgar a Laín, porque no sabe qué hubiera hecho él en las mismas circunstancias. Pero sí puede aprovechar su lección de civismo. Hemos pasado en poco tiempo del olvido a la manipulación del pasado. Nos quieren hacer creer que la democracia nos ha sobrevenido como un fruto maduro de la historia anterior, que era una dictadura. Laín ha dejado el testimonio ejemplar de que entre la barbarie y la democracia media una ruptura y que el paso de una a otra no se hace de tapadillo, sino asumiendo sus responsabilidades o sus culpabilidades. Le gustaba hablar del 'abrazo dialéctico', que no era la negación de las diferencias entre los hombres o de las contradicciones dentro de uno mismo, sino la confianza en la capacidad del hombre para superarlas.

Pedro Laín Entralgo, a los 20 años, en una fotografía que aparece en su libro Hacia la recta final.
Pedro Laín Entralgo, a los 20 años, en una fotografía que aparece en su libro Hacia la recta final.
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