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La verdadera paz

Antonio Elorza

En una vieja película de Joshua Logan, La leyenda de la ciudad sin nombre, un predicador enumeraba exhaustivamente los vicios que reinaban en aquel poblado del Oeste y cerraba su alocución con una pregunta dirigida a sus habitantes: '¿Queréis ir al cielo o al infierno?'. 'Al infierno', respondían a coro. Algo de eso ha sucedido en la reciente campaña electoral vasca. Los partidos constitucionalistas, que bien pudieran haber elegido la etiqueta de estatutistas, describieron ante el electorado el conjunto de horrores que la mezcla de terrorismo y de nazismo había sembrado en la sociedad vasca, en tanto que el Gobierno de Ibarretxe miraba hacia otro lado y acababa siempre enfrentándose a quienes denunciaban la situación. Tenían aquéllos sobradas razones para decir lo que dijeron, cuando desde el Gobierno nacionalista se frenaba la labor de la propia policía y se insistía en mantener unos objetivos políticos comunes con los etarras: la Gran Euskal Herria. Pero una cosa es el fundamento de una crítica y otra suponer que va a ser asumida mayoritariamente, sobre todo si se presenta con un ropaje antinacionalista que favorece la tendencia habitual del PNV a actuar como fortaleza sitiada. En un partido a balonazos, sus posibilidades de victoria fueron mucho mayores.

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Además, por debajo de los medios de comunicación de masas, operaba el control nacionalista de unas tupidas redes de sociabilidad, impregnadas del mensaje maniqueo según el cual el triunfo del PP, con el PSOE de comparsa, era el regreso del fascismo y de lo español. Pero sobre todo Ibarretxe vino a recordar a muchos vascos que vivían muy bien, con el correlato escondido de que las víctimas eran sólo de un color. 'Nosotros' estamos de maravilla; en todo caso el infierno es para 'ellos' y por eso mejor olvidarse de él. Únicamente los políticos españoles y los intelectuales empeñados en denunciar el terror eran los culpables de 'la crispación'. Siniestro, pero eficaz.

Porque una cosa es compadecer a las víctimas y otra bien distinta vincularse políticamente con ellas, cuando la máquina de matar e intimidar permanece intacta. El PP insistió en la exigencia de vencer a ETA, con el pequeño inconveniente de que durante la campaña no se registró éxito policial alguno y sí hubo dos espectaculares atentados. De modo que en vez de asumir lo que las circunstancias de crisis política provocada por la gestión del PNV parecían aconsejar, buena parte de los vascos optó por dar la espalda al frente antiterrorista y apoyar a quien había subido al poder con los votos de ETA, vía EH. Tal vez su gesto de buen chico compungido reflejaba la impotencia de toda una sociedad para escapar de la violencia; sus responsabilidades fueron olvidadas.

Hay escenas del 13 de mayo que reflejan mejor que ningún otro dato la situación en que se encuentra hoy el funcionamiento de la democracia en Euskadi. Resulta ya lamentable que unos energúmenos, acreditados además como interventores de una organización legal, interfieran en el acto de emisión de voto de los dirigentes democráticos, y les insulten, exhibiendo contra la ley sus consignas políticas, pero el cuadro pasa ya de esperpéntico si los presidentes de mesa lo toleran y los encargados del orden no actúan o lo hacen tardíamente. En especial, el voto de Redondo, flanqueado por dos propagandistas de EH con sus pancartas; fue la imagen viva de quién manda en Euskadi y del grado de respeto al pluralismo. No hace falta el 'censo vasco', ni la consiguiente exclusión de los nuevos 'invasores'. Con la intimidación tolerada desde arriba es posible alcanzar los mismos objetivos.

En consecuencia, desde un punto de vista democrático, resulta obligado acatar los resultados de las elecciones y sacar las consecuencias de la victoria abertzale, que afectan a todos. Ello no significa en este caso, empero, proclamar con satisfacción que vox populi, vox Dei. También Silvio Berlusconi, el amigo de José María Aznar, ha ganado las elecciones italianas y no por eso deja de ser un personaje siniestro. En su periodo de gobierno, Ibarretxe fue incapaz de impedir un grave deterioro de la vida democrática vasca. Volvió la espalda a la supresión de las libertades que imponía la violencia de los seguidores de ETA a los demócratas en las ciudades y pueblos de Euskadi. Eligió hasta el 13-M la condición de líder del 'pueblo vasco', no del conjunto de ciudadanos vascos. En términos democráticos, ha vencido. No por eso su duplicidad, que podría resumirse en el dicho 'hitzak ederrak, bihotza paltso', palabras hermosas y corazón falso, supone un buen augurio de cara al futuro. Recemos a San Ignacio para que cambie. Los primeros indicios son positivos.

A la vista de la derrota en las urnas, la alternativa democrática se ha derrumbado. Será difícil evitar que este hundimiento afecte también al pacto antiterrorista por las libertades, ya que el PSOE estará sometido a los cantos de sirena de quienes vieron siempre con malos ojos su alianza, y el balance del comportamiento político del PP, con su errónea aceptación de la pelea de carneros desde la prepotencia de Aznar, apuntala las críticas. Cabe adivinar asimismo el sentimiento de frustración que en estos momentos debe dominar a tantos demócratas vascos que se han volcado en estos meses para crear las condiciones de un cambio político, jugándose en muchos casos las propias vidas. Ahora, ¿para qué seguir?, pueden decirse a sí mismos. Por eso hay que insistir en que si la derrota es grave para el futuro de la democracia en Euskadi, no cabe olvidar lo que representa positivamente el auténtico plebiscito anti-ETA en que han consistido las elecciones. La propia organización terrorista lo tendrá en cuenta, debiendo elegir el modo más eficiente de impulsar el independentismo que subyace al nuevo gobierno PNV-EA. En el nuevo escenario, no hay que retirarse de una partida todavía abierta, ya que el triunfo sin mayoría absoluta obliga al PNV a contar con otros grupos para sacar adelante sus propuestas.

Ahora bien, el camino a recorrer se dibuja ya, una vez que los votos procedentes de EH, con el refuerzo de EA, convierten al PNV en un auténtico frente nacional, base del Gobierno Ibarretxe. Desde su propia lógica, llega el momento de poner en marcha la mesa de 'diálogo' tantas veces propuesta anteriormente, con la Constitución en el margen, el Estatuto como plataforma para su propia 'superación' y el ejercicio de la autodeterminación como objetivo concreto, tras el que se adivina la independencia, que se ofrece a ETA a cambio de una paz que sería indirectamente victoriosa.

Los críticos no podremos decir en lo sucesivo que la autodeterminación para la independencia resulta incompatible con las preferencias políticas de los vascos, aun cuando siga siendo en todas las encuestas una opción muy minoritaria. Hay, pues, que dar una respuesta democrática a lo que se avecina, tanto desde el nuevo Gobierno y el PNV como desde los partidos estatutistas, y no sería malo que éstos intentaran ahora lo que no hicieron en la campaña: sacar a Ibarretxe de su ambigüedad, exigiéndole que descubra cuál es su meta política, si un autogobierno ampliado dentro de un nuevo marco estatutario o la independencia de la CAV, prólogo del viaje hacia esa ninguna parte llamada Euskal Herria.

Al resolver ese enigma, sabríamos si Ibarretxe desea sinceramente la concordia o si coincide con Marx en el pensamiento de que la violencia es la partera de la historia, en este caso, las urnas bajo el efecto de la violencia, según el ya conocido y eficaz reparto de papeles. De ser así, la sociedad vasca sólo alcanzará 'la verdadera paz' que promete Arzalluz siguiendo el ejemplo del Ulster, al modo que se atreven a descubrir sus voceros auxiliares, mediante 'la plena soberanía'. Ante esta perspectiva, convendría que Aznar renunciase a abordar el conflicto como si se tratara de una pelea de carneros.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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