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SANIDAD

Purgatorios sobre la tierra

'En su cama de enfermo mi padre daba la impresión de que acababa de pelear cien asaltos con Joe Louis', escribió Philip Roth en 1991. Los novelistas y los poetas deberían contar más en el debate sobre la eutanasia, y no sólo los teólogos, los médicos y los juristas. El morir interminable del dictador Francisco Franco en el otoño de 1975 no fue más humano que el que describe León Tolstói en La muerte de Iván Ilich, ni el que le llevó a Roth a plantarse ante los médicos que atendían la agonía de su padre y decirle a éste, ya inconsciente: 'Papá, creo que te tengo que dejar marchar', antes de negarse a que lo tuvieran conectado a un aparato de respiración asistida. Lo cuenta en Mi vida como hijo.

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Los avances científicos en el siglo XX dan paso a ejemplos pavorosos de encarnizamiento terapéutico por el empeño de decirle al mundo que la medicina podía ganar batallas a la muerte o, en el caso de Franco, para dar tiempo a quienes andaban atando más cabos a la dictadura. Esas exhibiciones terapéuticas explican que, después de décadas de olvido o desprestigio, el debate sobre la eutanasia haya recobrado una fuerza impresionante, que obliga ya a algunos Gobiernos a su legalización.

'Cada persona muere su muerte propia', decía Carson McCullers en Reloj sin manecillas. Es uno más de los escritores que se han ocupado de la eutanasia, desde Tolstói a Cesare Pavese, pasando por los existencialistas Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, y sobre todo Albert Camus. A éste debe la literatura la descripción más cruel de un ser humano en el trance de morir: la del niño atendido en La peste por el doctor Rieux.

'No dejar que me mueran'

'Quiero morir y no dejar que me mueran', escribió el poeta Pavese mucho antes de tomar la decisión de suicidarse. Antes que Pavese fueron los estoicos, en Grecia o en Roma, los que decidían morir cuando el dolor les impedía llevar ya una vida natural. La eutanasia [la buena muerte] como el máximo bien ante el mal incurable. Hasta que el cristianismo, a partir del siglo II, condena el suicidio y la eutanasia en sucesivos concilios, imponiendo a los Estados la confiscación de los bienes del suicida, el castigo, por tanto, a sus familiares.

La pérdida de poder de la Iglesia y su desprestigio por oponerse obstinadamente a las nuevas ciencias -el caso Galileo no es más que un símbolo- dejan paso a los primeros intentos serios de legalización de la eutanasia y a la creación de poderosos grupos de militantes por el derecho a una muerte digna en la inmensa mayoría de los países desarrollados.

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