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Aquella noche tan lejana

Ariel Dorfman

¿Dónde se encontraba el pueblo norteamericano aquel 25 de febrero de 1969? Dónde estaban los ciudadanos de los Estados Unidos aquella noche tan lejana cuando el teniente Bob Kerrey y los hombres de su brigada asesinaban a veinte civiles desarmados en el caserío vietnamita de Thanh Phong, qué hacía cada uno de los adultos norteamericanos en el momento preciso en que un grupo de mujeres y niños moría al otro lado del mundo?

Ésta es la pregunta que todavía no parece haber surgido como parte del debate que se lleva a cabo desde que el New York Times reveló los delitos que cometió Bob Kerrey durante esa misión por la que recibió la heroica Estrella de Bronce. Es cierto que otras dudas que se están expresando son igualmente importantes: ¿Acaso el teniente Kerrey ordenó en forma deliberada esa masacre o se trata de una más de las tantas atrocidades accidentales que le costó dos millones de muertos al pueblo vietnamita? ¿Y por qué Kerrey, que llegaría a ser un senador progresista por el Estado de Nebraska, nunca reveló durante todos estos años la existencia de aquellas muertes que lo atormentan? ¿Y qué demonios hacía él, después de todo, en esa zona del planeta, en un país que no era el suyo, bajo un cielo irreconocible, tratando de no escuchar gritos en un idioma que él no había aprendido? ¿Y cómo estos desmanes pueden interpretarse como parte de una sistemática política de intervención norteamericana en todo el mundo a favor de dictaduras feroces y en contra del comunismo? ¿Y cómo juzgar hoy, tantos años más tarde, las acciones de Kerrey? ¿Y cuántos incidentes similares todavía malduermen en las selvas de la memoria norteamericana de una guerra que nunca acaba de terminar, que vuelve una y otra y otra vez?

La intensa preocupación por el caso Kerrey y por dilucidar lo que de veras ocurrió aquella noche, parece tan necesaria como inevitable. Mal podría yo, que hago campaña para que se juzguen los crímenes contra la humanidad en mi propio Chile y en tantos otros países desafortunados, sugerir que debiéramos dejar de lado el examen minucioso de la responsabilidad del individuo que llevó a cabo esa transgresión, la necesidad de que responda alguien en forma personal por sus tropelías. Y sería el colmo de las hipocresías que los norteamericanos decidieran no escrutar este caso cuando su Gobierno exige que Slobodan Milosevic, el ex presidente de Yugoslavia, sea extraditado a La Haya para que responda ante las acusaciones de que sus tropas fueron culpables de los mismos crímenes contra la humanidad que cometieron los militares norteamericanos en Vietnam. La vida de un inocente bebé vietnamita es tan valiosa como la vida de un chico de Bosnia o de Kosovo, o de una pequeña niña de Nebraska, para no ir más lejos.

Y, sin embargo, limitar el examen del pasado tan sólo al oficial que dio la orden o al soldado que disparó o incluso a los comandantes que no quisieron investigar ese incidente ni amonestar a sus subordinados, viene a ser una manera conveniente de eludir la necesaria exploración de la complicidad del colectivo más vasto en cuyo nombre aquellas órdenes se transmitieron, esos rifles hiceron fuego, ese cuchillo cercenó la garganta de un anciano. Para entender de veras lo que ocurrió bajo esa noche sin luna en el Delta del Mekong, tenemos que interrogar la reponsabilidad de toda una nación que mandó a esos jóvenes a la guerra, tenemos que preguntar por qué se tardó más de treinta años en contar esa historia, tenemos que cuestionar cuántos hombres y mujeres no quisieron saber en esa época de éste y otros crímenes, tendríamos que averiguar por qué, una vez que concluyó la guerra, tantos norteamericanos -incluyendo a muchos que, para su eterna honra, se habían opuesto a ella- pudieron seguir viviendo confortablemente sin acceder a ese conocimiento, necesitaríamos escudriñar los miles de días de silencio que se acumularon adentro del pueblo norteamericano.

¿Dónde se encontraban, entonces, aquellos remotos espectadores de la muerte ese 25 de febrero de 1969? ¿Dónde estuvieron todos estas décadas, durante todas las noches en que Bob Kerrey se dormía a solas con su secreto? Y ahora que ese crimen se conoce, que ha salido a la luz del día, ¿cómo enfrentar no sólo el crimen, sino la intuición aún más aterradora de que su propia e incesante indiferencia los hizo cómplices de lo que pasó? La indiferencia, que puede considerarse una falta más grave que el asesinato mismo, puesto que aquellos que violan los derechos humanos siempre pueden argumentar -¡y vaya si lo hacen!- que hay atenuantes, razones para perder el control, justificaciones de todo tipo. Pero los compatriotas de Bob Kerrey no pueden aducir que cerraron los ojos a la realidad de lo que sucedía debido a que estaban apremiados, urgidos, acorralados. Nada amenazaba sus vidas; no habían sido lanzados a una oscuridad impenetrable y caótica con metralletas cargadas, obedeciendo órdenes superiores; nada ni nadie les exigía ignorar la violencia cometida en su nombre; ni nada ni nadie los forzó a dejar a Bob Kerrey solo frente a sus fantasmas.

¿Por qué a los norteamericanos, en su gran mayoría, no les afectó crímenes como ése? ¿Y acaso ahora les importa de verdad?

Éstas no son preguntas dirigidas tan sólo al pueblo norteamericano ni tampoco se refieren únicamente al pasado.

El siglo del que acabamos de escapar se caracterizó por una crueldad excepcional, cuya ferocidad fue facilitada por la forma inaudita en que el Estado y la tecnología se pusieron al servicio de políticas de exterminio y terror, y a lo largo de esos cien años, junto con aquellos pocos que protestaron y rehusaron colaborar y tuvieron la suerte o el coraje de salvar su dignidad y separarse de la insania, hubieron muchos más, inumerables otros, que le dieron vuelta la espalda a la devastación remota o cercana que se infligía a sus semejantes. Es lo que pasó en la Rusia estalinista o en la Francia ocupada por los nazis o en las calles de Jakarta bajo Suharto o en las montañas de Anatolia donde eran aniquilados los armenios o en una oscuro sótano de Johanesburgo o Buenos Aires cuando un hombre avanzaba con una picana eléctrica en su mano hacia una mujer desnuda e indefensa atada a un catre. Mi propia mano tiembla al escribir las siguientes palabras: estoy convencido de que tales violaciones a nuestros hermanos del planeta sólo fueron posibles debido a esos vastos y taciturnos ejércitos del silencio, que su impunidad se debe a la mirada que se desvía, la boca que prefiere callar, la apatía que se generaliza, que ésa es la causa última y penúltima de que tales horrores se pueden borrar y olvidar. Y repetir.

Hago estas preguntas, por lo tanto, a la dañada fraternidad que llamamos el género humano. Me hago estas preguntas a mí mismo.

¿Dónde me encontraba yo el 8 de mayo de 1994, cuando leí la noticia de que 200.000 seres humanos habían sido asesinados en Ruanda en únicamente seis semanas? ¿Dónde estaba yo, que me atrevo a identificarme como un activista de los derechos humanos, dónde estaba yo dos meses más tarde, el 30 de julio de 1994, cuando el total de muertos en Ruanda ya se había elevado a un millón, un millón de hombres, mujeres y niños masacrados? ¿Qué hice yo para detener ese genocidio?

No entiendo, no alcanzo a entender, por qué no me importó, por qué no hice nada.Bob Kerrey y sus hombres no estaban solos, después de todo, en la casa de la muerte aquella noche lejana en Thanh Phong.

Ariel Dorfman es escritor chileno, autor, entre otros, del libro de poemas Último vals en Santiago, y profesor en la Universidad de Duke (EE UU).

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