Sabe la muerte a tierra
Los buenos músicos nunca mueren del todo. Tampoco los buenos escritores o los buenos pintores. Sus obras les inmortalizan, permitiéndoles seguir teniendo una presencia activa. Las alas de la memoria se agitan para que sus latidos no cesen. Y así, en la prolongación de sus vidas, 'sabe la muerte a tierra', como dice José Gorostiza en Muerte sin fin.
Dos directores de orquesta, Peter Maag y Giuseppe Sinopoli, han fallecido durante este agitado mes de abril. El primero de ellos pervivirá en el juego de luces y sombras de su espíritu ilustrado. Pervivirá en Mozart y el recuerdo de un Idomeneo que llegó a adquirir en sus manos conductoras la categoría de símbolo. Su Mozart, en efecto, desprendía tierra y fuego, y ante ello la muerte cede. Sinopoli encontraba su territorio más afín en la transición del XIX al XX, en la cultura de cambio de siglo, en Richard Strauss y Puccini, a los que se enfrentaba desde una perspectiva mucho más amplia que la meramente musical, buscando raíces arqueológicas y motivaciones psicoanalíticas, desde unos razonamientos precisos expuestos con contagiosa dulzura. No mueren los músicos, no. No pueden morir. Es más: no les dejamos morir.
La memoria empuja a la resurrección permanente. Abril, 1991. Hace una década. Fallecía en Barcelona Montserrat Alavedra, la voz del lied, un punto de referencia del canto más intimista en nuestro país. En la senda de Victoria de los Ángeles, o de Teresa Berganza, pero con una actitud más recogida. Los caminos por los que transitó Montserrat Alavedra fueron atípicos para la cultura lírica española. Prefería el lied alemán a la ópera italiana. Le importaba, por encima de todo, la confidencia, el encuentro de música y poesía, el susurro compartido desde Schubert, Schumann, Fauré o Toldrá. Para ella compusieron Federico Mompou o Cristóbal Halffter. Estudió en el Mozarteum de Salzburgo y fue profesora de canto en Seattle. Precisamente allí, tan lejos, en el Estado de Washington, se mantiene un concurso de canto que lleva su nombre, que tiende un caprichoso puente con su lugar de nacimiento, Tarrasa, donde se la recuerda con un concurso de música de cámara. El canto y la música de cámara eran los refugios más queridos de su sensibilidad musical. También con Montserrat Alavedra sabe la muerte a tierra, a tierra húmeda y rojiza, mientras su canto se eleva acogedor en la quietud de la noche.
Maldito abril; 'tempestuoso abril, que también ejerce su seducción porque al fin y al cabo es la estación de las lilas', como decía el pasado domingo José Jiménez Lozano en Abc. Abril ha sido testigo del fallecimiento de compositores como Haendel, Brahms o Stravinski y en un día tal como hoy, hace nueve años, Olivier Messiaen. La muerte, la tierra, los pájaros, el fin de los tiempos desde un cuarteto en un campo de concentración, la ópera a través de San Francisco de Asís, la espiritualidad a contracorriente.
Al abandonarse uno al recuerdo se siente que todos ellos están a nuestro lado: Maag, con su bondadosa socarronería; Sinopoli, con sus distinguidos análisis histórico-musicales; Alavedra, con su sabia sencillez solidaria, y Messiaen, con su sana locura ornitológica. Están en el lugar de la música callada y la soledad sonora, pero habitan también entre nosotros.
Dan ganas de pasar rápidamente la hoja del calendario, como si eso sirviese para algo. Mejor dejar las cosas como están. ¿No es, al fin y al cabo, el silencio una extensión de la música? ¿O será al revés? Maag, Sinopoli, Alavedra o Messiaen podrían habernos ayudado en la duda. ¿Podrían? Pueden.
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