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Columna
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Los azotes

Vicente Molina Foix

Como estamos en Semana Santa, algunos ya habrán sacado los látigos del armario. En España hay una tradición de flagelarse religiosamente la espalda en público, y por ella las procesiones de más casta adquieren ese tinte entre inquisitorial y buñuelesco que impresiona no sólo a los turistas extranjeros. Pero también existía el autocastigo privado, que no sé si los curas siguen aconsejando a los pecadores. Hablo ahora como un Excatólico Anónimo de la rama flagelante: yo me mortifiqué repetidas veces de adolescente, poniéndome -para purgar más contundentemente mis pecados- un cilicio. La palabra quizá desconcierte a los lectores de menos edad, pues comprobé hace algunos meses, al pedir un cilicio para el rodaje de una escena de la película Sagitario, que la mayoría de mi joven equipo no sabía ni lo que era. Pero la atrecista, muy espabilada, consiguió uno de un particular de Bilbao que los alquilaba; nunca me quedó claro (los atrecistas tienen secreto profesional) si se trataba de un señor especializado en efectos especiales o de un santurrón vizcaíno. El cilicio,para los que lo ignoren, es un corona de púas metálicas que, bajo la ropa, se anudaba con cinta al muslo o a la parte del cuerpo que uno quisiera hacer sufrir, apretándolo más o menos según las necesidades de penitencia.

En Gran Bretaña, donde también hay costumbre, la flagelación y los castigos corporales se practican siempre en privado, para disciplinar a los bad boys en las mejores escuelas o con ligueros en el caso de adultos fantasiosos y masoquistas. Se le llama el vicio inglés, y nuestro esclarecido irlandés Ian Gibson le dedicó en 1978 un estudio con ese título. En aquel libro ya aparecía como personaje de relieve un tal Pisanus Fraxi, seudónimo de un respetable comerciante victoriano entregado ocultamente a la sabiduría venérea. Ahora, Gibson, echando quizá una cana al aire en sus excelentes trabajos lorquianos y dalinianos, acaba de publicar The erotomaniac (Faber and Faber, Londres, 2001), donde nos cuenta con minuciosidad 'la vida secreta de Henry Spencer Ashbee', nombre real de 'Pisanus Fraxi'.

Acostumbrado a investigar, Gibson hace en este último libro suyo tareas detectivescas, justificadas por la naturaleza dúplice y deslizante de este curioso prohombre que en la intimidad de su estudio, cerrado hasta para su esposa, coleccionó miles de libros pornográficos, dados luego a conocer en el Index Librorum Prohibitorum, una obra con la que Pisanus (pis y anus, ¿adivinan por dónde va Mr. Ashbee?) entró en las leyendas del ramo.

Pero Ashbee, que podría quedarse en la abundante categoría británica del rico amateur eccentric, tenía más vueltas, y ésas son las que especialmente interesan a Gibson. A la vez que en el rol de Pisanus Fraxi aumentaba su biblioteca erótica, el señor Ashbee, que dedicó poco tiempo a sus saneados negocios, se especializaba en Cervantes,acumulaba una importante colección de quijotes ilustrados (384 ediciones) y, en virtud de sus conferencias y publicaciones cervantistas, llegó a ser elegido en 1896 miembro correspondiente de la Real Academia Española.

La riqueza del personaje no acaba ahí. Aparte de presentarlo como un sólido erudito hispanista y un subversivo erotómano agitando las pudibundas aguas victorianas, Gibson hace cábalas y ofrece pruebas, no todas convincentes, según las cuales Ashbee sería el desconocido Walter autor de ese clásico de la literatura porno que es Mi vida secreta. La obra en cuestión, un tocho de 4.200 páginas que ya en edición abreviada me aburrió de lo lindo con su rudimentaria prosa sicalíptica, ampliaría, de ser cierta la hipótesis de Gibson, los talentos de Mr. Ashbee. Libro autobiográfico, si de verdad lo escribió él quedaría claro que mientras Pisanus Fraxi coleccionaba a su otro yo le iba la marcha, pues lo que más pone a Walter son los azotes y vejaciones en carne propia. ¿Llegaría a conocer, un hombre tan versado en lo español como Ashbee, el cilicio?

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