La burbuja reputacional
No ha debido de sentar muy bien al Gobierno el artículo de John Vinocur en el Herald Tribune del último miércoles 28 de marzo. Sus contenidos básicos fueron ya recogidos en la Tribuna de Prensa de EL PAÍS del día siguiente y en otros medios. Muy resumidamente, viene a desvelar el desfase existente entre las condiciones objetivas de España y el nuevo papel protagonista en Europa que Aznar pretende asumir y que él mismo y Piqué han comenzado ya a predicar por todos los mentideros continentales. Es la versión europea del España va bien, que allí se vincula, además, a la exigencia de figurar entre los grandes o, al menos, de estar casi pegados a ellos. En otro contexto de la política europea es probable que esto hubiera pasado casi desapercibido; o que incluso hubiera caído simpático, como parte de ese síndrome de Bonaparte que impele a algunos pequeños a cargarse de aires de grandeza para superar su baja estatura. Pero las aguas europeas andan demasiado revueltas con una crisis casi existencial provocada por la ampliación al Este y otros muchos problemas como para encima tener que atender al aparatoso despliegue de cola del pavo español. Sobre todo cuando quien así se presenta, y esto es lo que a algunos de nuestros socios parece particularmente enervante, es a la vez beneficiario neto de fondos de cohesión y, como se vio en Niza, trata de labrarse una estatura europea desde una defensa numantina de sus propios intereses nacionales.
El autor del artículo mencionado no deja de reconocer los avances producidos en nuestro país a lo largo de las últimas décadas, pero lo tiene tremendamente fácil a la hora de ponernos en nuestro sitio: le basta con recoger algunos datos -tamaño del PIB, gasto en I+D, extensión de Internet, etcétera- y ponerlos en relación con los de nuestros socios. Si la comparación es con lo que pudiéramos haber sido en otras épocas salimos ganando, pero si el punto de referencia son aquellos junto a los cuales pretendemos equipararnos, no podemos dejar de percibir que el Gobierno cabalga sobre una burbuja reputacional que, como el Nasdaq, tendrá que acabar por reconciliarse con la realidad. Entre otras razones, porque esa realidad, para bien o para mal, sólo es accesible a través de la omnipresente cuantificación estadística, que es el espejo en el que todos nos contemplamos y permite medir nuestros logros y fracasos a partir de un casi ilimitado número de variables. Y, por supuesto, facilita enormemente la creación de diversos rankings. Junto a esa ineludible 'objetividad' funciona también la propia naturaleza relacional de la reputación. Como bien saben los psicólogos sociales, siempre tendemos a vernos a partir de los rasgos en los que puntuamos alto, mientras que los otros suelen hacerlo fijándose en aquellos en los que salimos peor parados. Podremos insistir en sacar pecho aludiendo a nuestro sexto lugar como inversores mundiales, pero por ahí fuera la gente se fija en nuestro índice de paro. Esto explica que todos los que hemos salido a los países desarrollados de nuestro entorno hayamos experimentado esa descorazonadora sensación de que, en efecto, estamos peor de lo que nos habíamos imaginado, pero mucho mejor de lo que por ahí se creen.
Lo más desalentador de esta situación no es ya sólo la actitud de pavoneo y esa insistencia en centrarse en lo positivo, con el consiguiente desplazamiento del foco público de los verdaderos problemas, de aquello que exigiría un mayor debate y reflexión; lo peor, a mi juicio, es que se han acabado por creer su propio discurso. No hay, como en todos los políticos, esa deliberada introducción de un enfoque perspectivista para hacer decir a la realidad lo que en cada caso les interese. Me temo que ahora piensan lo que dicen. Y eso sólo parece explicable por el control que han ido adquiriendo de los medios de comunicación, sobre todo de los audiovisuales y públicos, que continuamente les aprovisionan con la imagen en la que desean verse reflejados. Bienvenidas sean, pues, esas otras miradas que nos arrojan desde el extranjero.
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