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Columna
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Banalización de la vida

Si algo deterioró las cosas en el periodo de entreguerras en Europa fue la descarnada banalización de la vida que se produjo tras los devastadores hechos de la Primera Guerra Mundial (hay quien lo ha llamado 'brutalización'; tanto da). No fue algo material, ni tan siquiera una idea o una fórmula política. Simplemente estuvo en las conciencias de la época, estuvo en el ambiente. Todo valía, salvo la vida y la dignidad de las gentes. Todo el mundo era un poco cínico y bastante egoísta. Tanto que sólo podía ir en grupo. Se formaron bandas por pura avidez de lo propio: sólo para sentirse más protegido uno, más acariciado (y que partiera un rayo a los demás). La violencia estaba bien si de quitarse el miedo propio se trataba, incluso resultaba vivificante si era empleada contra el 'perverso', el 'traidor'. Hasta las fiestas, en los momentos mejores, tenían ese punto de vulgaridad malsana que luego prolongarían los oficiales alemanes en la guerra de los cuarenta (y que tantas veces hemos visto reproducida en las pantallas).

Se la llamó también 'edad de las utopías'. Pero éstas estuvieron manejadas por grandes cínicos como Stalin o Hitler -y no por idealistas como en el XIX-. El origen y los efectos (más aún los efectos) fueron espantosos. Pero la verdad cotidiana fue más tópica. Desprecio por las relaciones interpersonales y por amplios colectivos (fueran éstos obreros o judíos), empleo cínico de la palabra y de las palabras (la 'nación', el 'socialismo', los términos más empleados en la época), menosprecio por la relación con el vecino o con el familiar o con el amigo, ultraje a las cosas reales verdaderas de la vida: un muerto, la pobreza, la lealtad. Al final, una disposición banal ante la vida que inducía a los más resueltos o a los más desesperados a jugar fríamente con ella (y que se puede seguir a través del atormentado protagonista de La tela de araña, de Joseph Roth, o ver en las escenas finales de Capitán Conan, película de Bertrand Tavernier, ¿qué puede hacer un hombre acostumbrado a liderar con coraje una unidad especial de guerra en tiempos de paz?).

No voy a frivolizar yo ahora. No compararé aquel tiempo dramático, que tocó padecer a nuestros abuelos, con el nuestro de turrón y casa adosada. En absoluto. Pero salvando esa distancia, reduciendo el ámbito a este Santo País (que sería como el resto de no empeñarnos en ser tan diferentes), es lo cierto que de nuevo se vuelve a banalizar lo importante en beneficio del espectáculo, la vida a favor del quiebro del comediante.

Hubo un tiempo en que hacer una manifestación era jugarse el tipo en aras de la Libertad (así, con mayúscula). Ese tiempo pasó, pero al manifestante se le ha supuesto siempre una autoridad moral, un responsabilidad cívica añadida y un compromiso por una causa justa. Ahora no, un lehendakari puede convocar un acto institucional o una manifestación porque se sienta solo o por hacer campaña. Apenas si importa. Un líder político puede decir todo tipo de majaderías, justificar el desorden público, que, no importa: podrá escuchar al director de la academia de la policía compartiendo 'prácticamente todo lo que dice' (¿no le cogen, por cierto, un aire a Miss Martiartu al mencionado director?, en fin, son impresiones).

En lo que a uno toca, me llegó al alma la banalización que a finales del verano de 1997 el PP hizo del infame asesinato del concejal Blanco y la iconografía dolorosa generada en torno al suceso. Y hoy me duele que el hermano del ertzaina Totorika se muestre 'tan agradecido' con Ibarretxe mientras afea cuatro sonrisas de 'ciertos políticos'. Con todos mis respetos para quien ha perdido a un hermano, nadie cayó ayer del guindo. O me duele ver a vecinos que desconfían, con razón, de sus vecinos (véase el caso del señor Maturana), a amigos que desconfían de su propios amigos. ¿Todo vale?

Tampoco me gusta que se banalice el necesario pacto alcanzado en su día entre el PSOE y el PP. Un pacto de Estado, al que se pretenden adhesiones más o menos pintorescas o comprometidas (no veo a las Víctimas firmando ese pacto; va de suyo que están con su espíritu).

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Marasmo de banalidades, ganancia de demagogos. Como Otegi, dispuesto a mandar 'a la guerra' a chavales. Pasó en los treinta. ¿Pasa también hoy?

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