Fundamentalismo presupuestario
Como una apisonadora, el Gobierno del PP está dispuesto a hacer aprobar la denominada Ley de Estabilidad Presupuestaria. El Gobierno se propone autoimponerse a sí mismo e imponer por ley a las CC AA y a los municipios un presupuesto equilibrado. Constituye una iniciativa sin precedentes que debería ser objeto, a mi entender, de un rechazo político frontal por parte de todos aquellos que tengan algo que decir, fuerza para hacerlo e independencia de criterio para poder criticar al PP (condiciones que, me temo, excluyen por el momento al Gobierno de Pujol y a su flamante conseller en cap y candidato a sucesor, Mas, que deberían ser los primeros en saltar a la arena, como han hecho en muchas otras ocasiones por cuestiones mucho más nimias, y que ahora parecen dispuestos a tragar lo que sea con tal de seguir contando con los votos del PP en el Parlamento de Cataluña).
Esta ley es objetable, ciertamente, porque el Gobierno central impone a los gobiernos autonómicos unas obligaciones que cercenan su autonomía. Y sus consecuencias serán sin duda negativas porque una vez más, en lugar de reconocer la autonomía de estos gobiernos para tomar decisiones y hacer que se responsabilicen realmente de ellas ante sus ciudadanos, el Gobierno central opta por la vía de la imposición y la tutela. El Gobierno del PP tiene una curiosa concepción de la autonomía y el autogobierno, más enraizada en la derecha centralista española que en una visión moderna y liberal. También tiene una idea peculiar del papel respectivo del Gobierno y de la sociedad. Por lo visto, piensa que es el Gobierno central, y no los ciudadanos de cada territorio, el más bien emplazado para fiscalizar, y corregir si hay que hacerlo, la actuación del Gobierno autonómico. En realidad, la derecha española, por mucho que diga, nunca ha confiado en la sociedad. Sólo en el Estado. Y no precisamente en un Estado descentralizado.
Nadie discute que la autonomía tiene unos límites. En cuestiones como el déficit público y el endeudamiento, es imposible realizar previsiones realistas si los gobiernos autonómicos (y a otro nivel los gobiernos locales) no están implicados. Y tampoco se puede negar que actualmente hay comunidades autónomas con volúmenes de endeudamiento excesivos. Pero esto no se resuelve con el ordeno y mando tradicional de la derecha centralista, mediante normas de dudosa constitucionalidad, sino con una política de dos direcciones. Por una parte, estableciendo mecanismos institucionales de coordinación, entendiendo que coordinar no es imponer, sino articular las actuaciones de cada una de las partes desde el respeto de sus respectivos ámbitos de autonomía. Por otra parte, introduciendo auténtica responsabilidad fiscal en el sistema de financiación, de manera que los gobiernos autonómicos se vean confrontados a tener que pedir a sus ciudadanos que paguen más impuestos (y no, como ocurre ahora, a demandar más subvenciones al Gobierno central) cuando quieran financiar mayores gastos o deban amortizar la deuda que, a veces con excesiva generosidad, han contraído para financiarlos.
Prohibir por ley la posibilidad de financiar la inversión mediante endeudamiento es, además, ineficiente, injusto y contraproducente. Porque hace recaer sobre las generaciones presentes el coste total de unos bienes que en parte serán consumidos en el futuro, y porque ello acabará conduciendo a realizar menos inversión pública de la necesaria. Cuando en España, como es sabido, las dotaciones de capital público están todavía claramente por debajo de las de otros países europeos.
Pero esta iniciativa es también negativa por las limitaciones que se pretende autoimponer por vía de ley el propio Gobierno central. El Gobierno del PP ha convertido esta historia del déficit cero no en un razonable objetivo político, sino en una especie de dogma. Y los dogmas, ya se sabe, llevan a las guerras de religión, en las que lo importante no son las razones y los argumentos, sino la adhesión a las banderas. El PP ha pensado que enarbolando esta bandera, y dejando las cosas atadas y bien atadas para el futuro mediante una ley, podrá pasar a la historia. Para ello cuenta con una corriente de fondo que más bien simpatiza con la idea de que el Estado gasta demasiado y gasta mal y trata de hacer callar a la oposición con descalificaciones, acusándola de manirrota, partidaria del déficit y de la presión fiscal a la menor señal de crítica y discrepancia.
Autoimponerse por vía de ley una obligación de presupuesto equilibrado es una grave torpeza que no ha cometido ningún gobierno europeo. En Europa existe el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que establece determinadas obligaciones de estabilidad presupuestaria (un déficit máximo del 3% del PIB, salvo en periodos de recesión, y sanciones y políticas correctoras en caso de incumplimiento). Respetando estas restricciones, los gobiernos nacionales deben reservarse un cierto margen de maniobra, sobre todo teniendo en cuenta las limitaciones a las que aún deben hacer frente las instituciones comunitarias para llevar a cabo una auténtica política económica europea. Este margen es estrecho, porque hay que cumplir el Pacto de Estabilidad, pero no debe ser inexistente. Dentro de este margen, la decisión de cuál es el saldo presupuestario más adecuado es una cuestión que compete al Gobierno, que debe ser adoptada atendiendo a un criterio de oportunidad, y pretender limitarla por la vía legal reduce de forma gratuita y perjudicial las atribuciones del Ejecutivo.
Los promotores de esta iniciativa podrán decir tal vez que algunos Estados americanos también se han autoimpuesto esta restricción. Y ciertamente es así. Pero también esta afirmación es objetable. Por cierto, la primera objeción es que habría que retener este mismo argumento (la restricción se la han autoimpuesto, recordémoslo, no se la ha impuesto el Gobierno federal; ¡pobre de él si lo intentara!) cuando hablamos de lo que supone esta disposición en cuanto a intromisión en el ámbito autonómico. La segunda es que, en Estados Unidos, el Gobierno federal (es decir, el Gobierno central) no se ha impuesto ninguna restricción semejante; el plan Clinton de reducción del déficit tuvo un carácter completamente distinto.
De momento, en Europa los gobiernos nacionales siguen siendo el Gobierno central, y mientras ello sea así deberán seguir teniendo un cierto margen de maniobra para ajustar la política presupuestaria según las necesidades de sus economías, especialmente tras haber perdido cualquier margen de actuación en política monetaria, que es ejercida en exclusiva por el BCE. El día que el gobierno europeo sea el gobierno central ya hablaremos, pero de momento las cosas son como son. Lo que no puede ser es que el Gobierno español restrinja las facultades y atribuciones que debe tener todo gobierno sin que todavía las haya asumido el gobierno europeo. Porque ello es una torpeza en términos económicos y porque con toda seguridad es lesivo para los intereses de los ciudadanos españoles, que tienen derecho a exigir de sus poderes públicos que actúen en función del interés general.
Y que no nos vengan con las consabidas descalificaciones, pretendiendo que los que critican esta medida es porque están a favor del déficit público, el despilfarro y de subir los impuestos. No es descalificando los argumentos de los otros como se defienden las propias ideas. Y, además, los que lo hacen corren el riesgo de que se les acuse ya no de caer en el dogmatismo y el doctrinarismo más estrechos, sino de hacer dejación de sus responsabilidades y de ignorar los intereses de los ciudadanos. Y a lo mejor nos harán sospechar que en realidad tanto fundamentalismo ideológico no es más que una pantalla, y que lo que se esconde de verdad detrás de la misma es una preocupación prioritaria por potenciar los intereses privados y dejar el campo de juego lo más expedito posible para que éstos puedan actuar con total impunidad, sin el contrapeso de unos poderes públicos preocupados por velar realmente por el interés general.
Antoni Castells es catedrático de Hacienda Pública de la Universidad de Barcelona.
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