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Berlín

MURO, ¿QUÉ MURO?

La Cancillería y dos gigantescos bloques de oficinas parlamentarias empequeñecen el Reichstag y convierten la estatua 'Berlín', de Chillida, en un bonsai

Pilar Bonet

La fusión de los fragmentos de Berlín en una unidad urbana está borrando las cicatrices dejadas por el muro. La ciudad gana en armonía interna, pero pierde los enigmas, las dimensiones estéticas e históricas de estos espacios dislocados, que evocan prados, desiertos y campos de batalla.

Ahora que la plaza de Potsdam y sus tentáculos de acero y cristal enlazan el este y el oeste de Berlín en una misma mole gigantesca, ahora que se asfalta la memoria dividida, tal vez la cicatriz más significativa aún abierta en la capital de Alemania sea el descampado que se extiende en las inmediaciones del edificio del Reichstag (la sede del Parlamento), a lo largo del río Spree y al norte del Tiergarten, el gran pulmón verde de la urbe.

En este descampado, azotado por el viento helado de febrero, estará el corazón político de Alemania: la Cancillería Federal, que Gerhard Schröder ocupará en abril. Es pronto aún para saber si también latirá aquí el corazón social de la ciudad, pero la proximidad de la Lehrter Bahnhof, destinada a ser la mayor estación de ferrocarril de Europa, presagia grandes cambios en una metrópolis que se prepara para ser el centro neurálgico del continente.

El descampado en torno a la Cancillería se asemeja a un decorado de ciencia ficción. Un buen lugar para iniciar un recorrido por él es la Casa de la Prensa, la Pressehaus, donde están las corresponsalías de numerosos medios informativos, entre ellos la de EL PAÍS. El edificio está encajonado entre la ribera del Spree, la Reinhardstrasse y una vía elevada de ferrocarril, que hace temblar las ventanas a la altura del primer piso, cuando pasan el S-Bahn (el metro) y los trenes de largo recorrido. La Pressehaus no es aún un centro de relación social, sino más bien una fortaleza amurallada en los confines del mundo civilizado. Desde la fachada principal, tras un fragmento del muro que ha sido respetado, se contempla el Reichstag. La línea divisoria con el más allá la marca el puente diseñado por el arquitecto Santiago Calatrava, el Kronprinzenbrücke. Hacia el más allá van las barcazas cargadas de materiales de construcción que navegan por el Spree. En el más allá está la guardería de los hijos de los diputados del Bundestag, con dos cúpulas, que recuerdan la del Reichstag.

Cualquier institución que se precie en Berlín, sea Parlamento, banco o guardería, o tiene cúpula o por lo menos un atrio, un patio interior cubierto destinado a la vida social. La Cancillería, un edificio que responde a la escenografía estética de Helmut Kohl, y dos gigantescos bloques de oficinas parlamentarias en construcción empequeñecen el Reichstag y convierten la estatua Berlín de Eduardo Chillida en un bonsai. La estatua proyecta al cielo sus dos brazos retorcidos frente a la fachada principal de la Cancillería, un edificio que ha sido cuidadosamente emplazado para no coincidir con el de la Grosse Halle (La Gran Sala), el foro para 150.000 espectadores que Hitler quería edificar en el centro del Berlín nacionalsocialista, la Germania del arquitecto Albert Speer.

Aunque esto sea hoy un descampado, las calles ya tienen semáforos y los taxistas berlineses han descubierto ya que este entorno es una buena ruta para cruzar sin atascos la ciudad. Las zonas verdes que aquí se perfilan no permiten adivinar si estamos ante un futuro feudo de los ciclistas furiosos y de los perros, que obligan a los berlineses a mirar atentamente dónde ponen los pies. Como si fuera una posada remota en algún viejo camino de postas, se alza la casona que alberga el restaurante París-Moscú. Una tiene la impresión de que, para viajar de una capital a la otra, hay que beberse un cóctel en honor de Mijaíl Gorbachov en este lugar que era una taberna de camioneros antes de 1987.

Pero los locales más característicos del entorno dislocado de Berlín son los quioscos, que han surgido para alimentar a los obreros de la construcción. Frente a la Pressehaus hay uno de esos quioscos, que proclama con desparpajo su nombre en letras naranja: Imbiss am Presseclub (Piscolabis junto al Club de Prensa). Casi parece un quiosco de playa. En su interior hay sombrillas abiertas y una chica que asa currywurst (salchichas al curry) y fríe patatas en una nube de humo aceitoso. En estos días de invierno tiene pocos clientes, y los viernes, cuando los obreros desaparecen a la media jornada, ni se molesta en abrir. Además, hay un competidor: otro quiosco en las obras junto a la Cancillería. También en plaza de Potsdam queda todavía uno de estos quioscos, que se llama María. Entre tanto monumento y tanto símbolo ostentoso y representativo de la nueva Alemania, estos quioscos entrañables dan cobijo a quienes hacen posible el lifting de la ciudad. Los quioscos de las obras de Berlín son pequeños, sucios, frágiles y provisionales, pero también son multiculturales y democráticos, porque a ellos acuden los polacos, turcos, rumanos y ucranios que construyen la ciudad y los funcionarios de los ministerios y, en el caso del Imbiss am Presseklub, también los periodistas que prefieren cruzar la calle para engullir un currywurst a contemplar el futuro corazón político de Alemania en el lujoso y vacío restaurante de la Pressehaus.

Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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