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VEINTE AÑOS DESPUÉS DEL GOLPE MILITAR
Columna
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Un banquillo de lujo

Sin más conocimiento del banquillo de los acusados que el derivado de las propias experiencias vividas en el Tribunal de Orden Público (TOP), la entrada por la puerta lateral en la sala del Servicio Geográfico del Ejército donde se iniciaba la vista oral del juicio a los encausados del 23-F desconcertaba. Allí el banquillo humillante donde se sientan los presuntos había sido sustituido por unos sitiales con alto respaldo para permitir el reposo de las egregias testas, de magnífica factura en madera labrada, tapizados en terciopelo rojo, alineados en varias hileras paralelas frente a la mesa que ocupaba el tribunal. Una alfombra de nudo cubría el espacio intermedio. A la derecha del observador se encontraba dispuesto el estrado que ocupaban los letrados defensores. A la izquierda, otro estrado con los representantes de los colegios de abogados y con los abogados designados por los grupos parlamentarios. Casi en el ángulo de este segundo estrado con la presidencia sobre una tarima, el fiscal. Los relatores, alrededor de una mesa delante de los acusados y, cerrando el espacio, unas mamparas de cristal para aislarles del resto de la sala. A continuación, unas sillas con brazo estaban reservadas a los periodistas acreditados; después venían los oficiales que asistían en representación de las distintas unidades del Ejército de Tierra, de la Armada y del Ejército del Aire, y por último, los asientos de las familias.

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La vista oral del juicio se había iniciado con buen tiempo y dentro del recinto militar al aire libre los servicios de intendencia habían dispuesto un camión cuya caja se transformaba en una barra atendida por soldados del servicio obligatorio. Allí coincidían antes y después de las sesiones de mañana y tarde, en confusa barahúnda, familiares, oficiales y periodistas. Los primeros días la hostilidad hacia estos últimos por parte de los otros dos estamentos era extrema.

Los miembros de las Fuerzas Armadas y los deudos de los procesados llegaban con las crónicas leídas en los diarios y se afanaban en identificar a los autores para proceder a vituperarles a veces a gritos. Sólo encontraban algún consuelo en Televisión Española, la única disponible. Con el transcurso de las semanas, los bloques iniciales perdieron homogeneidad y el contacto personal obligó a introducir más que matices.

A la hora del almuerzo había que apurarse. La zona carecía de establecimientos de comidas, a excepción de un modesto bar. El Club Militar de la Dehesa sólo estaba disponible para la familia militar, pero los más osados entre los periodistas terminaron por hacerse un hueco en sus comedores. Allí se discutían las incidencias de la sesión precedente mientras algunos por teléfono grababan o dictaban los avances de sus crónicas y el pintor José Luis Verdes pergeñaba los dibujos que acompañaban cada día los textos en EL PAÍS de José Luis Martín Prieto.

Avergonzaba escuchar la sarta de excusas aducidas incluso por los comprometidos de forma más irremediable. Imposible encontrar algún eco de nobleza, tan frecuente en otros sublevados a la hora del fracaso, como cuando lo del 10 de agosto de 1932, en cuyo consejo de guerra el general Sanjurjo se levantó para asumir toda la responsabilidad y pedir la absolución de los demás porque se habían limitado a obedecer sus órdenes. Aquello para nada se compadecía con los valores de esa religión de hombres honrados, según la expresión calderoniana impresa en los muros de las Academias. En un momento dado hablaba el letrado Gerardo Quintana, el defensor del general Torres Rojas. Estaba dando un mítin golpista por completo inaceptable que fue acogido por una salva cerrada de aplausos de los oficiales y los familiares sin que el presidente hiciera sonar la campanilla.

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Entonces, asqueado, un amigo periodista abandonó su puesto y se dirigió a un bar cercano, donde comentó con algunos oficiales el proceder impropio del presidente, al que calificó con dureza. Alguno debió ir con el cuento donde fuese y se presentó el teniente de la Policía Militar para expulsarle. Entonces se le oyó decir: 'Mañana volveré y me formarán la guardia'. Y así fue, porque buscó el amparo del presidente de la Asociación, Luis María Anson, y el ministro de Defensa, Alberto Oliart, ordenó al general Toquero que fuera al día siguiente a recoger al réprobo a su casa en el vehículo oficial con banderín incorporado y por eso se cumplió que sonara el cornetín y le fuera dada la novedad por el oficial en la puerta del Servicio Geográfico del Ejército. Las sesiones concluyeron con la llegada del verano mientras seguíamos buscando debajo de los asientos al elefante blanco. Aquellos sitiales tan distinguidos fueron inmerecidos. Nos acordamos del almirante cuando dijo aquello de más vale banquillo con honra que sitial con vilipendio.

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