Roberto Torretta consagra la piel, y Pedro del Hierro glosa el color
La tercera jornada de la Pasarela Cibeles fue ayer también la más larga: siete desfiles con retrasos injustificados y calidades muy irregulares. Por la mañana, Juan Duyos, de quien se esperaba mucho, decepcionó con un estilismo errático que hundió los posibles valores de su propuesta; antes, Miguel Palacio mostró su discreta seriedad, y Andrés Sardá, una lencería de cabaret con lentejuelas y otros abalorios, además de algún trocito de encaje para tapar lo imprescindible. Por la tarde, Elio Berhanyer mostró una seria colección convencional pero exquisita. Lección para los más nuevos: ni un hilo colgando ni un fallo de estilismo. Después, Roberto Torretta afianzó su sentido de la elegancia y la manera de controlar el uso de la piel, ya sea napada en azul añil o asociada a paños nobles. Marrones, negro, cereza, oliva y añil eran un recital de buena hechura y mejor concepto. Sus trajes masculinos, impecables, y sus abrigos largos manchados con cuello de piel, reconfortantes.
Pedro del Hierro siempre sorprende. Ahora se lanza a una aventura sin moldes donde estalla el color: violeta, rojo, verde y marrón en prendas contundentes. Hay que mencionar el tul con apresto plisado, las macrolentejas, el abrigo entallado de cuello practicable, los terciopelos troquelados y los acolchados de raso. Para el hombre, Del Hierro construye príncipes, uno vestido como un guardi en rojo veneciano; otro, con el desdén de la camisa tornasolada, y aun Samuele Riva (el chico del perfume Gaultier), con una americana de napa violeta tan impecable como atrevida.
Por la noche, Montesinos montó su fiesta multicultural con acentos afroamericanos; Cuba ha entrado en la sangre del modista valenciano, y el ballet, los ritos negros, el Malecón y el cha-cha-chá se han fundido a su punto artesano, a sus oros y a su buena locura inspirada.
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