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Tribuna
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Todo está en los genes

Los genes juegan un papel primordial en cualquier tipo de actividad física. Desde el movimiento más sencillo (andar, por ejemplo) hasta el ejercicio gimnástico más complejo que podamos imaginar. Es fácil comprender por qué: los genes regulan la síntesis de nuestras proteínas y éstas intervienen, entre otras muchas funciones, en todos los escalones necesarios para la contracción de nuestros músculos. Desde el bombeo por el corazón de la sangre que le llega oxigenada de los vecinos pulmones hasta la capacidad de las células musculares para captar oxígeno y producir energía para contraerse. ¿Qué genes son más importantes, entonces, dentro de este proceso escalonado? ¿Los responsables de que los pulmones o el corazón de un deportista sean más o menos grandes? ¿Los que regulan la síntesis de proteínas contráctiles (rápidas o lentas) en los músculos esqueléticos? ¿Los que determinan la capacidad de hipertrofia (desarrollo) de estos últimos? ¿O los que hacen más o menos activas a las proteínas (enzimas) encargadas del metabolismo energético? La lista de genes determinantes del rendimiento deportivo es casi interminable. En parte por esta razón, la genética del rendimiento todavía está en pañales. Al menos, a un nivel estrictamente molecular.

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En cambio, en las últimas dos décadas se han producido importantes avances en el estudio de la genética del deporte a un nivel epidemiológico o cuantitativo. Gracias a los trabajos de científicos como el canadiense Claude Bouchard sabemos lo importante que es la herencia genética en algunos parámetros determinantes en el rendimiento deportivo (como el consumo máximo de oxígeno o VO2max, básico para deportes de resistencia). Además, sabemos que de nuestros padres no sólo heredamos muchas cualidades deportivas: heredamos la capacidad de mejorarlas con el entrenamiento. De un modo muy simplista, se diría que la naturaleza es doblemente antidemocrática al repartir las cualidades deportivas entre los seres humanos. Por esta razón, los futuros avances en la genética del rendimiento pueden tener un considerable impacto en el mundo del deporte. Permitirían detectar y seleccionar potenciales talentos deportivos entre la población infantil y orientarlos desde los primeros años a un deporte concreto. Y aquéllos con un perfil genético poco favorable tendrían que desistir muy pronto de soñar con llegar a ser grandes campeones. Algo así como si los atletas de élite empezasen a serlo desde niños. De todos modos, hemos de ser optimistas: la verdadera importancia de la investigación en genética y ejercicio radica en sus posibles aplicaciones para mejorar la salud de la población general. Sobre todo, porque nos ayudará a conocer mejor el porqué de los efectos beneficiosos del ejercicio (especialmente en aquéllos que padecen enfermedades cardiovasculares).

No sólo hemos de plantearnos las consecuencias derivadas del conocimiento de aquellos factores genéticos que condicionan el rendimiento deportivo. Otro problema que se avecina es la posibilidad de alterar artificialmente estos factores para mejorar el rendimiento deportivo mediante la aplicación de las técnicas de terapia génica. Ésta consiste en insertar un gen en unas células humanas determinadas para corregir un error genético en las mismas o generar en ellas una nueva función. Todo ello con fines exclusivamente terapéuticos, como su propio nombre indica. De los resultados de algunos experimentos con animales se deduce ya la posibilidad de utilizar este método en deportistas para acelerar la curación de sus lesiones (tendinitis, roturas de ligamentos o meniscos, degeneraciones de cartílagos articulares, etcétera). Por ejemplo, transfiriendo a sus células (a través de un virus vector) los genes encargados de la fabricación de unas proteínas (los llamados factores de crecimiento) capaces de acelerar los procesos de reparación en tejidos lesionados. Éste sería un uso lícito de la terapia génica, pues las lesiones son la enfermedad laboral por excelencia del deportista y muchos ven interrumpida su carrera profesional (cuando no acabada) por culpa de las mismas. Otra cosa muy distinta sería utilizar la terapia génica para que las células de un deportista produjesen mayor cantidad de una proteína determinada, con el fin de mejorar artificialmente su rendimiento. Imaginemos, por ejemplo, que se pudiese conseguir en el ser humano lo que ya se ha conseguido en nuestros hermanos primates: que sus propias células produzcan mucha eritropoyetina (proteína encargada de la fabricación de glóbulos rojos) durante un tiempo determinado (un año, pongamos por caso). Desde luego, la calidad de vida de muchos enfermos con anemia crónica de todo el mundo (enfermos renales o de SIDA) va a mejorar con este avance científico. Lo malo para el deporte es que el mismo logro científico podría utilizarse para aumentar la producción de glóbulos rojos en deportistas sanos... ¿Cómo detectar, entonces, este dopaje genético? Difícil. Muy difícil. Quizás tendrían que hacerse obligatorios los controles sanguíneos y se debería instaurar un límite de hematocrito estadísticamente imposible de alcanzar en deportistas sanos.

Ante este panorama un tanto desolador, lo mejor sería que los avances científicos y tecnológicos se centrasen en el aspecto del rendimiento deportivo más bonito de todos y en el que menos hemos avanzado hasta la fecha: la ciencia del entrenamiento puro y duro. Y debemos confiar, por el bien del deporte, en que las cualidades más románticas y difíciles de cuantificar, como la motivación para soportar los duros entrenamientos o la capacidad de sufrimiento y superación, todavía tengan mucho que decir. Lo malo es que, en última instancia, los genes también están detrás de estas cualidades...

Alejandro Lucía es fisiólogo de la UEM.

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