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Columna
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Inocencia y perversidad

Nunca llegué a conocer personalmente a Balthus, aunque nos cruzamos en diversas ocasiones. Una vez incluso fuimos a visitarle con unos amigos a la Villa Médicis, de Venecia, en la que se alojaba como director de la Academia de Francia. Cuando llegamos nos abrió la puerta otro director, Jean Leymarie, ya que él había abandonado el cargo hacía pocos días.

Ha sido un artista que he tenido siempre presente desde que lo descubrí en las páginas de la revista Minotaure a principios de los años treinta. Allí publicaba unas ilustraciones de adolescentes entre naïves y perversos. Son temas que después desarrolló de forma más amplia en sus pinturas, siempre atrayentes por este sentido misterioso que emanaban. En las obras de Balthus sentías que pasaba algo extraño, pero no sabías el qué, y era eso lo que las hacía tan interesantes.

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Mi simpatía por él surge de todo este conjunto de elementos que le dieron a conocer en los años treinta y en la inmediata posguerra. Una vez en Italia su arte se volvió más refinado, seguro que por influencia de los primitivos italianos del siglo XV, pero mantuvo el misterio de sus personajes inocentes.

Era un pintor figurativo, pero no en el sentido fotográfico. La suya es una figuración que recuerda a los anuncios pintados de cine o a los cartelones de feria. Fue, además, un artista que se mantuvo independiente y al margen de movimientos. Era algo que también me gustaba de él porque, pese a que su obra puede relacionarse con el surrealismo, nunca quiso mantener ninguna disciplina de grupo.

Lamento no haberlo conocido, pero me alegra saber que cuando en 1996 el Reina Sofía le organizó una exposición retrospectiva fue él mismo quien les sugirió que yo escribiera un texto para el catálogo. Pienso que, en la distancia, los dos nos respetábamos.

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