El pintor francés Balthus muere a los 92 años en Suiza
El pintor francés Balthus falleció ayer, 10 días antes de cumplir 93 años, en su chalé de Rossinière, en el cantón suizo de Vaud, donde residía desde 1977. El sábado abandonó la clínica en la que llevaba hospitalizado varios meses. Aristócrata, el conde Balthazar Klossowski llevó a sus cuadros el surrealismo y el realismo mágico, en especial los retratos de adolescentes de un 'erotismo sagrado'. La primera antológica de Balthus en España (hay un cuadro en el Museo Thyssen) se celebró en 1996, en el Reina Sofía, con obras de su mundo 'familiar, cotidiano y mágico', según su hijo, el conde Stanislas.
En el ciclo de conversaciones que Françoise Jaunin mantuvo con el pintor, publicado en Lausanne en agosto del 99, Balthus tomaba la palabra para dar, desde el inicio, una inequívoca definición de lo que, para él, era el sentido esencial de la práctica a la que consagró su existencia y que hizo de él uno de los artistas más singulares, enigmáticos y en verdad excelentes del siglo que acabamos de concluir. 'La pintura', decía Balthus en esas páginas, 'es una encarnación. Da vida y cuerpo a la visión que la soporta'.
Nacido en París el 29 de febrero de 1908, en el seno de una familia polaca de ascendencia noble, de padre pintor e historiador del arte y madre asimismo pintora -y de la que surgirán otros dos hijos igualmente notables, su hermano mayor, el filósofo y pintor Pierre Klossowski, y el escritor y erudito Stanislas Klossowski de Rola-, Balthus no podría haber visto germinar su propia devoción pictórica en un crisol más propicio. Orientaron sus primeros pasos creativos los consejos de dos mentores de lujo, Bonnard y Maurice Denis, visitantes habituales de la casa paterna, y el arranque precoz de su trayectoria pública sería impulsado por otro patronazgo no menos excepcional, el del poeta Rainer Maria Rilke, íntimo amigo de su madre, quien prologó e hizo publicar en 1919 el ciclo de dibujos que, con 11 años, Balthus había realizado en memoria de su gato Mitsou.
Esa concepción de la pintura como 'encarnación de una visión', que reivindicaba además como una práctica de orden religioso, llevaría con frecuencia a Balthus a rechazar vivamente muchos de los tópicos que se han asociado a su trayectoria y a las lecturas recurrentes sobre su obra. Así, por ejemplo, desmentirá la insistente y común asociación de un equívoco erotismo perverso a las ninfas que pueblan, en lánguido abandono, muchas de sus más celebres y emblemáticas composiciones de figuras en un interior. Para él son, le dirá de nuevo a Françoise Jaunin, en sentido estricto ángeles, y nada tendría de procaz su abandono sino el inocente impudor inherente a la infancia. Como protestaría desde siempre su asimilación a la esfera de los surrealistas. Es cierto que entre ellos tuvo sus primeros valedores, cuando, ante la más temprana de sus telas mayores, la definitiva versión de La rue de 1933, saludarán en él la irrupción de un talento magistral, y que entre los nombres vinculados, en un grado u otro, al grupo capitaneado por André Breton, mantuvo no pocos lazos de amistad esenciales, como en los casos de Giacometti o Miró, protagonista este último, con su hija Dolores, de uno de los más hermosos retratos realizados por Balthus. Pero, a su decir, su obra se sitúa, y aún desde el inicio, en las antípodas de lo surreal.
Otra de las figuras mayores que suelen incluirse a su vez en la estela extensa del surrealismo, Antonin Artaud -con quien también mantuvo amistad entrañable, para quien dibujó los figurines del montaje teatral de Cenci y de quien nos legó otro memorable retrato- se ocuparía de desmentir, de forma bien temprana, ese equívoco de un Balthus surreal. 'La pintura de Balthus', escribía Artaud, 'es una revolución incontestablemente dirigida contra el surrealismo, mas también contra el academicismo en todas sus formas. Más allá de la revolución surrealista, más allá de las formas del academicismo clásico, la pintura revolucionaria de Balthus alcanza una especie de misteriosa tradición'.
Y es, una vez más, en el seno mismo de esa enigmática e inmutable tradición, vivificada de nuevo en el seno del presente, donde el gran historiador del arte polaco Jan Starobinski identificará el sentido de la aportación que la obra pictórica de Balthus enfrenta al erosionante vértigo del siglo de las vanguardias, no como una defensiva regresión sino, antes bien al contrario, como paciente e indesmayable fuga en pos de una raíz inmutable, en la vorágine de esa temporalidad sin fondo que cifra el destino de la modernidad.
Pintura, pues, como encarnación de esa suntuosa y esquiva visión aristocrática que, en La vista, el tacto, el poema que Octavio Paz dedicaría al hacer de Balthus, el poeta mexicano asocia a la luz que sostiene el alma de lo real, esa luz que '... se va por un pasaje de reflejos / y regresa a sí misma: / es una mano que se inventa / un ojo que se mira en sus inventos. / La luz es tiempo que se piensa'.
Babelia
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