2001
Por influjo de Kubrik o por el vértigo del cambio de siglo, he tenido últimamente sueños de ciencia-ficción, la mayoría felices.
Soñé que la huelga de reivindicación económica de los actores de Hollywood había empezado antes de la fecha anunciada y continuaba, con lo que nuestros cines de estreno andaban ya escasos de producciones y estrellas norteamericanas. Al desamparo inicial seguía un veloz, asombroso interés del público por lo que las pantallas exhibían. Se reponía la película de Gutiérrez Aragón Sonámbulos, inspirada en una protesta antifascista que los actores hicieron en Madrid cinco años antes de morir Franco, y mucha gente salía satisfecha de haber pagado por ver películas francesas, chinas, mexicanas que, poco a poco, al correrse la voz, llenaban los cines. Por coherencia estomacal, las palomitas de maíz caían en desuso, y los espectadores sólo comían -si el suspense de la película española de terror se hacía angustioso- las propias uñas.
Soñé que había habido elecciones en Estados Unidos y la nueva presidenta era Hillary Clinton, cuyo marido Bill se ganaba ahora la vida escribiendo manuales de autoayuda sexual. Por esas rarezas de lo onírico, el Despacho Oval que yo veía dormido era como un aula universitaria, y los consejos de ministros, clases orales dadas por Hillary a un nutrido grupo de becarios varones. La fogosa presidenta profesora se mostraba también escrupulosa: un moderno servicio de limpieza en seco instalado en el propio recinto de la Casa Blanca eliminaba a conciencia de togas y demás prendas usadas en clase los residuos del esfuerzo didáctico.
Soñé que, en la celda de una cárcel de Santiago de Chile, Augusto Pinochet, no pudiendo tener a todo volumen discos de marchas militares, había adquirido el hábito de la lectura. Sus ojos iban así a parar a un artículo en el que Jorge Edwards, diplomático siempre por encima de todo, juzgaba imprudente y temeraria la noticia del día: la orden internacional de captura que un juez chileno había dictado contra el probado cómplice y favorecedor de la dictadura pinochetista Henry Kissinger, que, más astuto que el dictador encarcelado, se resignaba a no salir a tomar el té en casa de la señora Thatcher.
Soñé que, en el Día del Orgullo Gay, 30 drag-queens iban a la verbena disfrazadas no de Carmen Miranda, sino de Carmen Rigalt, y lo que perdían en glamour y delirio frutal lo compensaban -o eso creían- al revestirse de una de las más grandes plumas de la prosa contemporánea. Mientras, la periodista que les había servido de modelo, en un impulso mimético de disfrazarse, también ella, gritaba por las calles de Chueca que no es homófoba, aunque de vez en cuando le salgan 'días maricones' en los que sólo tiene ganas de regar las plantas, acariciar al perrito y ponerse los rulos.
Soñé que, en los congresos y simposios, los escritores, para evitar que diesen la lata, eran sustituidos por robots. La programación de estos artilugios parlantes se encomendaba, por lógica, a catedráticos de lenguas muertas.
Soñé que yo era miembro de un comando antimóviles y me lo pasaba en grande impidiendo por medios pacíficos aunque expeditivos que la gente cayese en esa terminal epidemia.
Soñé -con alivio- que ya habían pasado las navidades siguientes, y los lectores del periódico no tenían que escribir cartas al director quejándose, como han hecho este enero, de que el rey Baltasar de la cabalgata madrileña fuese un negro tiznado y mascara chicle ante los niños, desilusionados por esa falta de majestad. En mi sueño yo era niño y me acercaba al camello, le hacía bajar las jorobas a mi pequeña altura y, al pasarle los dedos al rey mago por la cara, no se me quedaban untados de hollín. Baltasar tenía un acento auténticamente extranjero, y por un pliegue del manto le asomaba un papel. ¿El papel de los sin papeles? Algo mejor: la cédula de concejal elegido por los habitantes de su ciudad de acogida.
Estoy deseando que cada día se haga de noche para volver a soñar cosas así.
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