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La Tate Modern reconstruye la eclosión cultural de nueve ciudades en el siglo XX

La exposición en Londres considera las grandes urbes como motores de la creatividad

Las artes plásticas, escénicas y literarias han florecido siempre en el corazón de las ciudades. Para muchos, las propias ciudades pueden ser vistas también como obras de arte en perpetua transformación. Los comisarios del conjunto de exposiciones que se agrupan bajo el título de Century cities (Ciudades del siglo), que presenta la Tate Modern hasta el 29 de abril, han querido reconstruir aquellos privilegiados periodos en que un lugar se convertía en centro generador de nuevas expresiones artísticas.

París fue, en los primeros años del siglo pasado, el centro mundial del arte. Ahí surgió una incontrolable chispa que prendió en varios movimientos de vanguardia. Una comunidad internacional de artistas acudió a su cita con la modernidad. El optimismo ante los avances tecnológicos tiñó todo de optimismo, hasta la llegada de la Primera Guerra Mundial.

El entusiasmo fue también lo que hizo de Moscú la cuna de avanzadísimos conceptos plásticos a partir de la revolución de 1917 ('Las calles serán nuestros pinceles, y las plazas, nuestros lienzos', proclamaba el poeta Maiakovski) y la independencia, en 1950, lo que llevó a Lagos, capital de Nigeria, a tomar el paso de la cultura contemporánea a través de la arquitectura, el arte, la literatura y la música. En la misma época, Río de Janeiro era una monstruosa metrópoli que bullía de desbordada expresividad, entre el sensual bossa nova y el frío neoconcretismo.

Pero también la crisis es motor para los artistas. Viena fue, en los años del primer gran conflicto europeo, el epicentro de un terremoto cultural causado por las teorías de Freud. Tokio, en los años setenta, había llegado ya al cenit de la congestión urbana. Los creadores más radicales mostraron su ira a través de obras de ruptura. Nueva York, también al borde del colapso, albergó iniciativas de vanguardia con medios como el vídeo o el performance.

La exposición de la Tate Modern añade dos ciudades para la última década del XX: Bombay y Londres. Ambas, como ejemplo de la actual vitalidad creativa.

La idea de la exposición es tan sugerente que daría para cientos de enfoques distintos. Los espacios para exposiciones temporales del nuevo gran museo de arte londinense se estrenan con esta muestra, pero el resultado es bastante irregular. A veces se ha querido abarcar demasiado, y en otras, lo que se exhibe deja una sensación de vacío más que de intensidad.

Hay ciudades, como Moscú y Viena, en las que las distintas manifestaciones (desde el arte hasta el cine, la arquitectura o la música) abarrotan el lugar. Nueva York queda como un páramo con pequeñas fotos de performances, desvaídas en el pasado, y Río se hiela con el monográfico neoconstructivo. París es una sucesión de cuadros de grandes artistas, pero casi nada evoca aquellos locos y míticos años o el sabor de la ciudad.

Aun así, la exposición está llena de insinuaciones y pistas para el explorador que se interese por desentrañar el extraño conjuro que hace que un sitio y un momento alumbren lo desconocido.

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