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La polémica del 'síndrome de la clase turista'

El posible riesgo de trombosis en los vuelos de larga duración sigue pendiente de estudios definitivos

Isabel Ferrer

Los trabajos de especialistas en problemas vasculares como el del británico John Belstead, empleado en el hospital de Ashford, cercano al aeropuerto internacional de Heathrow que recibe a la mayoría de sus pasajeros heridos o enfermos, atribuyen al síndrome una treintena de muertes registradas en dicho centro en los tres últimos años. Ello equivale a cerca de un muerto al mes entre viajeros de 28 a 80 años que regresaban de un vuelo superior a seis horas.

Belstead decidió estudiar más a fondo las causas de las embolias pulmonares diagnosticadas en su hospital a los viajeros porque teme una incidencia mayor. 'En muchas ocasiones, los trombos formados en las piernas al haber estado inmóvil no empiezan a circular por el torrente sanguíneo hasta pasados unos días. Si el pasajero se encuentra mal dos semanas después de aterrizar y visita a su médico de cabecera, tal vez no mencione el vuelo largo que podría acabar causándole la muerte cuando el coágulo obtura el corazón o se atasca en los pulmones', ha señalado el médico, que ha pedido la colaboración de las líneas aéreas nacionales para atajar el problema.

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Su colega australiano David Grosser lleva 25 años tratando pacientes llegados a Sydney con problemas circulatorios y en vuelos forzosamente largos dada la distancia a las antípodas, y espera aún una respuesta de las compañías aéreas locales a sus desvelos. Hacia 1970 les remitió una nota advirtiéndoles de la relación entre las trombosis venosas y la inmovilidad propia de las cabinas de los aviones. Nadie le contestó. Cirujano vascular en la ciudad de Brisbane, tres de sus pacientes más recientes formaban parte del equipo olímpico británico que participó en los Juegos de Sydney. El trío, de entre 35 y 45 años, eran atletas convertidos en entrenadores y les fueron hallados coágulos en las piernas después de haber viajado durante 22 horas.

Dolor en la pierna

Simon Burney, uno de los afectados, entrenaba al equipo de ciclismo de montaña. De 193 centímetros de altura, el deportista pasó la noche del viaje durmiendo encogido en su asiento de clase turista. Lo primero que notó al aterrizar fue un dolor en la pierna izquierda que no cedió ni siquiera dando un paseo en bicicleta. Dos días después de su llegada, el médico del equipo le aconsejó que visitara a un especialista. El coágulo fue detectado de inmediato con una ecografía y le recetaron un anticoagulante y unas pastillas para licuar la sangre que todavía toma. Sus dos compañeros recibieron un tratamiento similar.

Finalizados los Juegos Olímpicos, Burney y los suyos regresaron al Reino Unido sin darse cuenta bien de lo grave que podría haber resultado la migración del coágulo por el torrente sanguíneo. Al día siguiente de su vuelta, el 22 de octubre pasado, Emma Christoffersen, de 28 años, fallecía en la sala de recogida de equipajes del aeropuerto de Heathrow procedente de Australia. Una embolia pulmonar atribuida a la quietud del viaje largo acabó con ella antes de que los médicos pudieran ayudarla.

Todos estos casos, junto con las 25 muertes registradas en los últimos ocho años en la clínica del hospital del aeropuerto internacional de Tokio, así como los 800 casos de familiares y pacientes australianos aquejados del síndrome dispuestos a demandar a una veintena de compañías aéreas, podrían haberse evitado de haber hecho caso sus responsables de un estudio sobre accidentes cardiovasculares escrito en 1968. Publicado en la revista médica The Lancet y firmado por los médicos P. H. Beighton y P. R. Richards, alertaba ya entonces a las líneas aéreas de los peligros de realizar vuelos de largas distancias con poco espacio para el pasajero.

Según el dominical británico The Observer, se trata de la primera advertencia clara de lo que ha pasado a denominarse síndrome de la clase turista. En 1985, otros tres especialistas, Yvonne Hart, D. J. Holdstock y William Lynn, del mismo hospital Ashford, cerca del aeropuerto de Heathrow donde trabaja hoy John Belstead, reportaron en la propia The Lancet la incidencia de tromboembolismos en pasajeros llegados de vuelos largos.

El médico John Scurr, del University College Hospital de Londres, prepara en estos momentos un nuevo trabajo para la misma revista donde analizará la posible relación directa entre los vuelos de largo recorrido y las trombosis. British Airways, que ha decidido incluir una advertencia en sus billetes sobre la necesidad de hacer algo de ejercicio durante los viajes prolongados, recuerda que las complicaciones circulatorias propias de la inmovilidad pueden darse también yendo en coche o en un tren. De ahí que prefiera hablar de trombosis a secas, en lugar de síndrome específico de los aviones.

En la edición del pasado 28 de octubre de The Lancet se publicaban los resultados de un estudio prospectivo que negaba la existencia del propio síndrome de la clase turista, al concluir que no existe ningún incremento de riesgo de trombosis venosa profunda entre los viajeros de vuelos de largo recorrido. Un estudio posterior efectuado por científicos noruegos y aparecido también en The Lancet mantenía la tesis contraria. Después de someter a 20 varones sanos a la misma presurización que en las cabinas de los aviones durante ocho horas e impedirles hacer ejercicio alguno, los investigadores comprobaron que la sangre de todos ellos contenía entre dos y ocho veces más componentes asociados a la formación de coágulos que antes del experimento. En su opinión, el riesgo de trombosis era, por tanto, mayor en los vuelos largos y debía ser reconocido por las compañías aéreas.

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