La construcción del odio
Ésta es la historia de dos amigos. Ambos viajan al extranjero, buscan una nueva vida, construyen en común un negocio, el de la compra y venta de obras de arte; viven los olores dobles, los de la playa y los de la pintura, y construyen entre ambos una unión tan perfecta, una simetría tan noble, que ya no son únicamente socios, compañeros de viaje, árbol y sombra, sino que comparten un sentimiento mucho mayor, y eterno, el sentimiento de la amistad.
Es lo que ocurre cuando la amistad es noble, y por tanto eterna: se confunde el interés de la vida personal con el interés del otro, las palabras se miden para que lleguen nítidamente, y sin pesar, a uno y otro lado, y aparece la capacidad de intuición propia de la amistad: uno y otro se conocen tanto que se saben, los amigos se saben. Parece imposible que en esa simetría tan hermosa pueda caber alguna vez el papel fino de la ironía, la hojilla de afeitar el aire conmovedor que los une.
Y así van los dos amigos de esta historia, preocupándose el uno por el bienestar del otro; hasta que un día uno decide regresar a su país, en Europa, y el otro se mantiene en el extranjero, junto a la playa; ambos siguen siendo socios y, cómo no, siguen siendo amigos; comparten recuerdos, e incluso intereses, y ambos se tienen muy en cuenta: ninguno mueve una mano sin que el otro la perciba, y eso que les divide, de momento, el Atlántico; pero es tan fluida su relación que ésa no es una distancia, sino una posibilidad; no se llaman por teléfono, eso sería demasiado sofisticado, y también demasiado costoso, pero se escriben cartas abundantes; en esas cartas ambos advierten que aquel sentimiento que les llevó a embarcarse juntos sigue presente, porque no sólo se cuentan intimidades sobre el devenir de las dos familias, como si fueran una familia sola, sino que se hacen planes que superan los límites, inevitablemente mezquinos, de los negocios.
De pronto, en esa relación de amistad entra el viento de las palabras inesperadas: el que ha viajado a Europa encuentra en su país la efervescencia de un nuevo discurso, que previene a los amigos de la posibilidad de ser amigos si el compañero es un oponente político, alguien que no defiende 'los valores sagrados' de la patria que pisa; además, el amigo que ha hecho el viaje de vuelta se ve conminado, por el miedo primero, por la convicción después, a interrumpir el tono cordial, jovial y noble con el que compartía preocupaciones con el amigo que se quedó en América, y entre los dos surca un mar frío que llena de sofoco al emigrante, al que está en el extranjero. Necesita que le hable, que le devuelva el registro anterior, que le diga que está vivo y que es él, no un impostor, el que le está devolviendo la correspondencia. De pronto, entre los que asistimos desolados a la historia que va creciendo, y ennegreciéndose, entre ellos, sube una congoja imperdonable, la congoja de las pesadillas: uno querría parar la historia, hacer que fuera mentira esa construcción paulatina del odio, impedir, qué esperanza más absurda, que todo eso que ya pasó fuera a suceder.
Y sucedió, claro: a los dos amigos les barrió de la historia y de la vida el odio que empezó siendo sólo de la sustancia formal de las palabras y al final esa sustancia fue todo, y el muro que se abrió entre ellos fue de desolación y de muerte, de odio verdadero y tangible que sólo entendió el emigrante, el que seguía junto a la playa, cuando ya la desesperación era también la desesperación de Europa. El nazismo.
La construcción del odio. Esa historia puede ser verdadera ahora mismo, puede estar construyéndose entre nosotros, puede ser el alimento perverso de multitud de conciencias que todavía no saben que están al borde, o dentro, de ese peligro. Pero esa otra historia concreta que cuento ahora está, más o menos, en un librito que es una joya para la conciencia y que debemos leer para que no repitamos, para que no lo repitamos. Se titula el libro Paradero desconocido, es de Kressmann Taylor (un seudónimo) y lo publica RBA. Dura un poco más que un telediario.
Babelia
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