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Tribuna:LA LEY DE ACOMPAÑAMIENTO
Tribuna
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Productores y consumidores de legalidad

El autor, uno de los ponentes de la Constitución Española, analiza la nueva regulación legal de las funciones de notarios y registradores como administradores de la fe pública.

Es más que discutible la técnica de recurrir a la ley de acompañamiento de los presupuestos para, convertida en amplio cajón de sastre, resolver una serie de cuestiones pendientes y apremiantes, cuya regulación requiere rango legal y que no ha habido capacidad para llevar a buen término mediante el adecuado procedimiento legislativo singularizado. Pero, a decir verdad, que tales leyes están mostrando su utilidad para, incluso por vía adicional, poner a la altura que el tiempo exige algunas de nuestras instituciones. Así en la ley de acompañamiento de los Presupuestos del 2000 se alcanzó, al fin, la unificación de Notarios y Corredores de Comercio que venían administrando, desde hace siglo y medio y en frecuente discrepancia perjudicial, en último término, para el ciudadano usuario de sus servicios, algo tan importante a la libertad civil y económica como la fe pública es. Un año después, la reciente Ley de Acompañamiento 14/2000 de 29 de diciembre, en su artículo 3.2, ha acometido la modernización de la disciplina de nuestro notariado, exigiéndole más, imponiéndole mayor responsabilidad y, en consecuencia, asegurando así su mejor utilidad y más estable futuro.

'Una economía en trance de liberalización requiere mayores exigencias de legalidad'

¿De qué futuro hablamos? Del que impone un tráfico económico liberalizado. ¿Para quién la utilidad? Para la seguridad de ese tráfico y por tanto da igual una expresión u otra para los consumidores. Consumidores, sin duda, de muchas cosas. Pero, ante todo, consumidores de esa seguridad que sólo proporciona el atenerse a lo establecido en la ley: la legalidad.

En efecto, la liberalización sólo es posible en el marco de la regulación y doctos economistas han construido toda una doctrina al respecto. Sin regulación, el mercado es un rastro. O, como solía decir mi maestro Jaime Guasp, sin instituciones que las enmarquen, se diluyen las estipulaciones. Por eso, una economía en trance de liberalización acelerada como pretenda ser la nuestra, requiere mayores exigencias de legalidad; de respeto a la ley, a su forma y a sus principios y valores.

A decir verdad, así lo previmos los constituyentes cuando el artículo 9.1 de la Constitución estableció el sometimiento de poderes públicos y ciudadanos a la Constitución y a 'todo el ordenamiento jurídico', extrayendo a continuación la consecuencia y consagrando expresamente y al máximo nivel el principio de legalidad (artículo 9.3). Por ello, productores de legalidad son todos los operadores jurídicos. Quienes hacen la ley, la interpretan y la aplican -¿cabe, realmente, una aplicación sin interpretación?-, desde el legislador hasta el ciudadano que firma un crédito personal, hace un testamento o constituye una sociedad, pasando por el juez y el funcionario. ¿Acaso no lo dicen, expresamente, los artículos 103 y 117 de la Constitución? Pretender la exclusiva de la garantía de la legalidad sería manifiestamente inconstitucional.

Pero es claro que la ley precisa en ocasiones a quien corresponde velar con mayor dedicación por el principio de legalidad. Así, a notarios y registradores, en virtud de su normativa fundamental, 'les incumbe en el desempeño de sus funciones un juicio de legalidad que recae, respectivamente, sobre los negocios jurídicos que son objeto del instrumento público o sobre los títulos inscribibles'. Así lo ha dicho taxativamente el Tribunal Supremo en sentencia de 24 de octubre del 2000, repitiendo y citando lo que el Tribunal Constitucional, máximo y vinculante intérprete de la Constitución, había dicho en Sentencias 111/1999, con mayor amplitud respecto de los notarios, y 207/1999, con igual contundencia respecto de ambos.

Que la reciente ley de acompañamiento, al pretender establecer un a modo de canon de probidad para el notariado del siglo XXI, recuerde su deber de garantizar la legalidad de los actos que autorizan no es, por tanto, ninguna novedad. Cuando su ley fundacional de 1862 encomienda a los notarios ejercer sus funciones 'conforme con las leyes', les impone el mismo deber.

Pero es bueno que a la hora de modernizar la fe pública se garantice, en una normativa disciplinaria, el cumplimiento de tan principalísima función. Por ello una ley anterior, la 3/94 de 14 de abril, en su disposición adicional octava, que, lógicamente, a nadie puede escandalizar, y con fórmula prácticamente idéntica a la utilizada en la comentada ley de acompañamiento, impuso el mismo deber a los corredores, entonces fedatarios mercantiles y hoy notarios.

Es claro que si, como dice la citada jurisprudencia, el juicio de legalidad tiene lugar al autorizar un documento público en el caso de los notarios, o de inscribir un título en el caso de los registradores, aún siendo ambos juicios igualmente valiosos, median entre ellos dos grandes diferencias. El primero tiene mucha más extensión, puesto que la mayor parte de los documentos públicos -esto es cuantos no se refieran a inmuebles o sociedades y por poner ejemplos llamativos todo el tráfico relativo a títulos valores y créditos bancarios personales-, no acceden al registro y, por tanto, la garantía de su legalidad corre al solo cargo del notariado. El segundo, por su parte, pudiera ser redundante si versara sobre las mismas cuestiones que el primero.

Ahora bien, ¿a quién beneficia en último término esa garantía de legalidad cuya piedra angular es el documento público, acceda o no al registro, puesto que es a través de dicho documento como se canaliza la mayor parte del inmenso caudal del tráfico? A los ciudadanos que protagonizan dicho tráfico y que son los consumidores de la seguridad jurídica que la legalidad instrumenta. Una seguridad que será preventiva y evitará ulteriores pleitos si, como es propio de la intervención notarial, coincide en el tiempo con el acto del que da fe, porque difícilmente puede ser preventivo lo que incide en un momento posterior al negocio susceptible de provocar el conflicto. Sólo a conseguir un mejor, más rápido, flexible y barato servicio a estos ciudadanos consumidores de seguridad, debiera tender el legislador. Ojalá que lo hecho y bien hecho, en la ley de acompañamiento, sea un primer paso por esta vía.

Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón es letrado del Consejo de Estado.

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