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Columna
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Los penúltimos días del presidente Clinton

¿Existe la presidencia más allá de la muerte? Los últimos, véase penúltimos, días de la presidencia de Bill Clinton pretenden demostrar que sí, en una rara secuencia de acontecimientos, inédita entre todos los mandatos para ocupar la Casa Blanca, que se han sucedido en el siglo XX.

Su hiperactividad en el manoseado conflicto de Oriente Próximo, arrimando gestiones hasta que tañan las campanas de la jura de George W. Bush es lo de menos. Su obstinación por que Arafat y Barak firmen alguna cosa, hagan una declaración común de intenciones prósperas y benéficas es cierto que ya da la talla del personaje, porque anteriores presidentes, pasado el martes de noviembre en que les elegían sucesor, esperaban sólo a ser plácidamente transportados al museo viviente de la historia. Pero Clinton había obtenido para ello permiso del futuro presidente republicano, y bien que se lo agradece Bush junior, que no puede olvidar los disgustos que a Bush senior le había dado un viejecito llamado Isaac Shamir por poner en duda un día que Israel siempre tenía razón.

El más auténtico, el gran Clinton, el que ha dejado encarrilado el proceso de paz en el Ulster, el que ha bombardeado hasta la derrota electoral a un tirano de los Balcanes y ha contaminado con bombas de leucemia (uranio empobrecido) las llanuras aluviales del Tigris y el Éufrates es el que acaba de sembrar de minas, lógicamente antipersona, la inminente inauguración de la presidencia de George Bush.

Como en un folleto de esos de la industria Carnegie de haga-realidad-sus-sueños-por-un-día, Bill Clinton le ha llenado el debú a su sucesor de todo aquello que a él le habría gustado hacer pero no se había atrevido ni a preguntar porque el Congreso no lo veía bien y además su natural tendencia a gobernar con las encuestas hacía demasiado arriesgado.Y este Clinton sin careta, en vez de revelar el Mr. Hyde que todos llevamos dentro, resulta que ocultaba a un benefactor de la humanidad tipo Dr. Jekyll.

Para abrir boca, Clinton ha firmado la adhesión norteamericana al tratado que prohíbe las pruebas nucleares, que hace proliferar bombas de tiempo retardado en la diplomacia de su sucesor, abocada ahora a explicar por qué Washington firma pero no ratifica, cuando lo suyo es mucho más fabricar escudos de misiles antigalácticos.

Para continuar, ha estampado su nombre en otra ley que ni los verdes habrían pedido tanto: la protección de millones de hectáreas de bosques que Bush soñaba con talar para dar paso a diversos intereses de la industria y sus asalariados, caso en el que es incluso posible que el texto legal tenga más defensa en el Congreso que el anterior.

Y, para concluir, se ha producido el acuerdo en Nueva York para que el moroso internacional más importante de la historia pague sus deudas con la ONU y Washington deje de estar, en cuanto las cámaras norteamericanas den su consentimiento, en peligro de desahucio planetario.

Es como si, en tiempo de descuento, hubiéramos visto al Clinton que quiso ser y no fue; al Clinton que le gusta al propio Clinton; al que decía que iba a acabar con la discriminación de los homosexuales en el Ejército; al que parecía convencido de que podría implantar la seguridad social, universal y obligatoria; y, ¿quién sabe?, hasta poner fin al asesinato legal llamado pena de muerte en Estados Unidos. ¡Qué pedazo de presidente nos hemos perdido!

Pero, en todo ello no deja de haber una columna vertebral que sostiene ese edificio humano, de carácter mucho menos desprendido y altruista. ¿Cuánto del ánimo humanitario de Clinton se debe tan sólo a la inquina que le tiene al presidente Bush, a su deseo de convertir en un vía crucis sus primeros pasos por el despacho oval?

Hay, finalmente, un Clinton que engloba a todos los anteriores: el cauteloso hombre de las encuestas, el generoso presidente de las clases medias, el discreto conservador de la naturaleza y el torpedero rencoroso de sus adversarios. Ese Clinton es el que hoy aspira a que el mundo no pueda olvidarle, porque no tiene la menor intención de hacer mutis por el foro. Un presidente cuyo mandato de hombre público esté siempre en sus penúltimos días.

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