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Los múltiples retornos de Julio Cortázar

Ariel Dorfman

De paso por Buenos Aires, me encuentro una y otra vez con la sombra de Julio Cortázar, resucitando persistentemente en cada esquina. Ojalá se tratara de su fantasma, a él que tanto le gustaban las historias de aparecidos, las almas en pena que no dejan en paz a los vivos que han traicionado la memoria de los muertos. Pero más que su espectro, es su recuerdo, su apellido, su palabra, lo que satura esta ciudad que él tanto amó. El autor de Rayuela está en todos los rincones: en una Carta suya a la patria argentina que se vende en los interminables quioscos de diarios; en la plaza que lleva su nombre y donde ahora niños bulliciosos se insultan en el idioma coloquial que él hizo tan perdurable; en las librerías donde se destacan los tres volúmenes magníficos de sus cartas. Y en las paredes. Alguien escribió "Biban los cronopios" en un muro, y otra persona garabateó un mensaje para el gran escritor argentino que me cautiva y llena de nostalgia: "Volvé, Cortázar, ¿qué te cuesta?".Tal arraigo en la imaginación popular debió haberme preparado para el próximo, inevitable paso hacia la inmortalidad contemporánea, la inserción de la obra de un literato en la tristemente ubicua propaganda comercial, pero aun así, me sorprendió ir al cine cierta noche y ser asaltado por una serie de tres cortos publicitarios basados en La autopista del sur y que, lejos de ser un homenaje a ese cuento inimitable, trataba de apropiárselo para vender un auto cuyo nombre, quizás olvidable, sea el Renault Megane.

Para quienes no lo retengan, esa alegoría de Cortázar relataba un gigantesco embotellamiento de tráfico en las afueras meridionales de París -autos que se atascan durante horas y luego días, hasta que el tiempo se va estirando hacia semanas y meses, para terminar alcanzando una dimensión mítica, donde los relojes son inservibles, y las máquinas, superfluas-. Quienes ocupan esos vehículos detenidos experimentan un retorno maravilloso al tiempo de los orígenes y descubren ahí otro sentido utópico, paradisiaco y brutal, de la vida, dando paso a una existencia comunitaria donde podemos mirarnos los unos a los otros, mirar hacia el lado en vez de urgir la mirada hacia adelante, siempre hacia adelante. Cortázar, al interrumpir la loca carrera del siglo XX hacia el progreso, fuerza a sus protagonistas y a sus lectores a zambullirse en un fundamento que nunca debimos haber olvidado y que espera su resurrección desde el fondo de nuestra naturaleza y que subsiste muy adentro de la memoria de la especie a pesar del exterminio sistemático de las tribus y los pueblos que han encarnado la muestra viva de esa memoria. El viaje estético de Cortázar en ese cuento va revelando la verdadera y postergada significación del amor, la cópula, el nacimiento, la muerte, la solidaridad, el cuerpo, la lucha por subsistir, aquellas coordenadas primordiales que hemos extraviado entre tanto ajetreo y competencia y consumismo. Cuando por primera vez leí La autopista del sur, hace más de treinta años, lo celebré como un himno a una humanidad que todavía tiene la posibilidad de recordar y recobrar por unos instantes el rumbo perdido y que, por ende, está condenada a seguir soñando la emergencia ineludible de un mundo mejor. La autopista del sur constituyó, en la época en que fue escrito, una advertencia acerca del despeñadero hacia el que nos dirigíamos, y esa feroz crítica a la tecnología se vuelve hoy aún más válida y necesaria, ahora que la globalización es el dogma indiscutible de la época, ahora que aceleramos a fondo por las autopistas de la modernidad sin siquiera preguntarnos ni dónde vamos ni por qué ni para qué, ni menos a quiénes estamos dañando con tanto apuro.

Por eso resultó desolador ver cómo los avisos publicitarios en ese cine en Buenos Aires transformaron aquella narración que yo recordaba con tanta añoranza en un panegírico al consumo desenfrenado, una apología del apresuramiento. Manteniendo el esqueleto argumental de La autopista del sur -autos embotellados, gente paralizada, desesperación por la incapacidad de seguir moviéndose-, aquella propaganda mercantil mostraba cómo el Renault Megane (¡el colmo de los colmos, puesto que el auto protagónico del cuento era un Peugeot 404!) era capaz de salir airoso de esa prueba apocalíptica, el único medio de transporte que te puede llevar adonde quieras ir y cuando lo quieras, el único vehículo que triunfa sobre la adversidad más primitiva, que nos salva de las frustraciones de la sociedad de masas.

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Qué ironía, pensé, saliendo horas más tarde a esas calles de Buenos Aires. La notoriedad que alcanza hoy Cortázar lo pone en manos de mercachifles y advenedizos y Meganes que domestican sus personajes y envilecen su clarividencia. Y cuando al otro día vi el mismo aviso repetido varias veces por la televisión, sentí una pesadumbre mayor: más personas se familiarizaban con ese cuento de Cortázar en ese solo instante que todos cuantos admiradores lo habíamos leído con cuidado y deleite y reverencia en los años anteriores. Miles leían lentamente al Cortázar auténtico y millones se internaban a un ritmo enloquecido en la versión bastarda de su obra.

¿Qué hacer? ¿Qué hacer, ahora que los autos devoraban al Gran Cronopio, ahora que se lo hacía aparecer como alabando la autopista que él denunciaba, ahora que su tierna fantasía quedaba digerida por la misma modernidad que su cuento había querido escarmentar? ¿No se estaba cumpliendo el final de su propio relato, cuando el embotellamiento se acaba y los autos se echan a andar de nuevo y los hombres y mujeres que han descubierto por un instante las fuentes de la felicidad no tienen otra alternativa que abandonarlas, volver a cometer los mismos errores? ¿No había anticipado acaso Cortázar mismo este desenlace en que la cultura de la autopista derrota a la cultura de la ironía y de la rebelión estética? ¿Qué hacer? La respuesta no la tengo y no está Cortázar para ayudarnos a encontrar el camino.

Pero ahí, no lejos de ese cine y probablemente de las oficinas donde se planeó y diseñó y financió esa publicidad malsana, estaba el muro en que las palabras: "Volvé, Cortázar, ¿qué te cuesta?", seguían iluminando oscuramente la noche. Se me ocurre que los hombres que pervirtieron La autopista del sur para vender más autos y desdeñar el Sur deberían tener cuidado. Hay otros cuentos de Cortázar en que un fantasma vuelve del otro mundo para rondar a quienes han olvidado su humanidad, hay otros cuentos suyos en que quienes traicionan sus ideales reciben la visita de una sombra que invade sus sueños y sus pesadillas y sus espejos. Los cuentos de Cortázar tienen la extraña manía de cumplirse en la realidad.

Aquellos que se malapropiaron de La autopista del sur, que se cuiden las espaldas. Yo tendría miedo de lo que dicen las paredes, de que Cortázar no estuviera tan muerto como algunos quieren creer. Yo que ellos tendría miedo de que Julio Cortázar, en efecto, va a volver. Total, ¿qué le cuesta?

Ariel Dorfman es escritor chileno.

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