Murallas ISABEL OLESTI
Hace cosa de dos años, Oriol Grau machacaba a la audiencia de TV-3 con una vieja canción, Murallas. No creo que se tenga en cuenta, pero quizá fue el inicio de la campaña para conseguir que la Tarragona romana llegara a ser Patrimonio de la Humanidad. Lo cierto es que desde que se popularizó la cancioncilla de marras mucha gente se enteró de que en Tarragona había algo más que playas. No era el caso de los vecinos de Reus -y otros muchos pueblos de la zona-, que sabían perfectamente que existían unas murallas que encerraban el barrio de putas más famoso de la provincia. Para todos ellos, "ir a las murallas" equivalía a decir: "Nos vamos de putas". Aunque la mayoría iba sólo de juerga sin pasar por el reservado.Eran otros tiempos, claro. Cuando daba pánico pasar por esas calles estrechas y oscuras cerca de la catedral, alimentadas prácticamente por la luz roja que colgaba de los bares, con regusto a pescado frito y las coplas de Manolo Escobar. Claro que las chicas, por aquel entonces, nos quedábamos en casa o pasábamos las tardes del sábado en cualquier entretenimiento sano y decoroso. Pero la envidia nos corroía y deseábamos ser hombres para poder ir a Tarragona, a las murallas, y cruzar una de esas puertas iluminadas de rojo que escondían mil y un misterios.
Por eso, cuando el jueves de la semana pasada escuché la noticia de que Tarraco había sido declarada Patrimonio de la Humanidad, pensé enseguida en esas murallas y en todo lo que albergaron durante tantos y tan siniestros años. Fue en la década de 1960 cuando los inmigrantes atraídos por la oferta de trabajo se instalaron en el barrio, al amparo de las viejas murallas. Eran casas oscuras y mal ventiladas que los tarraconenses de toda la vida abandonaban para bajar al otro lado de la Rambla Vella o a los nuevos barrios periféricos. Nadie de los que visitaban el barrio era consciente de que aquellas murallas eran una joya y que los cimientos de las casas albergaban toda una civilización.
De entre una infinidad de gestiones nefastas, los ayuntamientos franquistas se pueden colgar la medalla de haber destruido una buena parte del patrimonio cultural de las ciudades. Lo que ahora es parte del circo estaba ocupado por una gasolinera y dos cines: uno de ellos, el César, fue durante los primeros años de la democracia una ventana abierta para los amantes del buen cine. Otro edificio, el castillo de Pilatos, había sido utilizado como prisión durante la guerra civil; mientras que el anfiteatro se convirtió durante muchos años en un nido de porquería que aprovechaban los yonquis para sus usos y las parejas para sus revolcones al aire libre. Todo, por supuesto, con el marco incomparable del mar y el susurro de la brisa.
Con los primeros años de democracia las cosas fueron cambiando, pero, la verdad, ¿podía alguien imaginar que había algún punto de salvación para todo aquel desastre? Si me hubieran jurado que las murallas o los cimientos del cine César o el mugriento anfiteatro habían de ser algún día Patrimonio de la Humanidad les habría tomado por locos. El alcalde Recasens fue el primer loco oficial, o sea, el primero que se empeñó en salvar aquellas piedras enterradas bajo el cine: el circo romano. El Ayuntamiento iba a por todas y controlaba que nadie que hiciera obras construyera encima de alguna piedra. Y claro, aquello se convirtió en un yacimiento arqueológico: no había muro o suelo que se echara abajo y del que no salieran restos del circo, del foro... La solución era poner un cristal y continuar con la obra. Y así en todo el barrio viejo pueden verse restaurantes, tiendas, iglesias y edificios con algún elemento romano.
Precisamente este verano se ha abierto una puerta de la iglesia de Sant Magí que da directamente a la muralla. Pero la limpieza no terminaba con las piedras: el barrio de putas se iba al traste poco a poco porque obligaron a cerrar los bares de alterne y se prohibió abrir otros nuevos por miedo a que se camuflara uno de alterne. Con todo, hubo unos años dorados en los que la clientela de las murallas se mezcló. Los llamados progres frecuentaban esos antros, especialmente el bar Charly, en la calle de la Merceria, que se convirtió en seudosede de los socialistas -lo digo por los carteles que colgaban de las paredes alentando al voto. Todo cambia: ahora el Charly es una oficina de La Caixa.
La reestructuración del barrio, como les ha pasado a todas las grandes ciudades, fue implacable: se derribaron casas, se abrieron calles y pequeñas plazas y se arrinconó el oficio más viejo del mundo. Aún queda alguna muestra en la zona derecha de la calle Major, pero el entorno es tan pulcro y decente que debe dar apuro entrar. Ahora, en estas calles, están la Delegación de Cultura de la Generalitat, el Conservatorio de Música, el Rectorado... El barrio está de moda y el metro cuadrado, por las nubes. Ahora las murallas están iluminadas y han construido un paseo de ronda para quien las quiera seguir de cerca. Ese Patrimonio de la Humanidad debería hacer una mención especial a esas mujeres de la vida que durante tantos años hicieron también un bien a la humanidad.
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