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Los eslabones débiles JOAN B. CULLA I CLARÀ

Recibí de Ernest Lluch los dos últimos regalos -intangible uno, material el otro- el martes 14 de noviembre, una semana exacta antes de su vil asesinato; fue con ocasión de oficiar ambos como representantes ante la prensa del más reciente título del colega y amigo Borja de Riquer, Identitats contemporànies: Catalunya i Espanya, en un cálido y distendido desayuno tertulia organizado por la editorial Eumo.El regalo inmaterial fue, una vez más, el placer de su compañía, su erudición torrencial y algo desordenada, el agudo sarcasmo con que arremetió contra el neoespañolismo rampante de la historiografía española y, en especial, de la Real Academia del ramo y sus jerarcas... Pero, además, hubo un regalo tangible, un libro. Lo habían coordinado Ernest Lluch y Miguel Herrero de Miñón recogiendo los textos de un curso del verano de 1998 en la Universidad del País Vasco, y lo editaba la fundación cultural de un gran banco de raíces vascongadas bajo el título de Derechos históricos y constitucionalismo útil; pero al gran banco su contenido le pareció tan heterodoxo, tan alejado del "pensamiento único" monclovita, que a la postre resolvió no distribuirlo. Así, pues, el profesor Lluch lo hacía circular manualmente y, apenas eché el primer vistazo al sumario, me recomendó con un guiño cómplice leer la introducción redactada por los dos coordinadores, Herrero y él.

Era un buen consejo, que adquirió a los pocos días la fuerza de un mandato póstumo; porque en esas seis páginas se hallan resumidas con excepcional claridad las ideas esenciales de ambos autores acerca de la problemática vasca y, tras el crimen que segó la vida de Lluch, constituyen en cierto modo su legado doctrinal. ¿En qué consiste éste? En concebir el derecho no como un marco rígido, al que la realidad debe amoldarse, sino como "una flexible aproximación a la vida para encauzarla de la manera más pacífica posible", como "un mero utillaje para la resolución de conflictos". Consiste en considerar el actual marco constitucional español de manera abierta, interpretable e integradora y, dentro de él, ver los derechos históricos definidos por la disposición adicional primera de la Constitución como "otra herramienta susceptible de utilización para resolver un problema".

"Y, por ventura", se preguntaban Lluch y Herrero, "¿puede negarse que tal problema exista? ¿No es preciso una vez iniciado, mediante la tregua, un proceso de paz en Euskadi ahondar en las cuestiones políticas de fondo para buscarles una definitiva solución? ¿No sería bueno encontrar una fórmula que permitiera el voto abertzale, mayoritario en Euskadi, comprometerse con la Constitución? (...) ¿No conviene encontrar en la Constitución y en el bloque de la constitucionalidad fórmulas susceptibles de reconocer los hechos diferenciales que en España hay? (...) Desde la tregua unilateralmente declarada y no debidamente aprovechada hasta su brutal y criminal interrupción por ETA, ha sido llamativa la escasez de opciones concretas, útiles no para herir al adversario, sino para construir en beneficio común".

Persuadidos de la necesidad constante "de ideas y palabras capaces de erradicar la mera fuerza bruta", Miguel Herrero y Ernest Lluch afirman sin ambages que "una nueva política penitenciaria que acercase efectivamente la totalidad de los presos en mera aplicación del espíritu del artículo 12 de la Ley General Penitenciaria y en cumplimiento de dos resoluciones del Congreso de los Diputados no es pagar un precio político por la paz, es hacer política en pro de la paz". Y concluyen: "Más allá de la violencia hay un tema político pendiente. Si aquélla ha impedido, hasta ahora, abordarlo, mientras éste no se resuelva no se desactivará definitivamente aquélla".

Naturalmente, muy pocos de los manifestantes del pasado día 23 conocían el tenor literal de estas palabras, pero muchos compartían su espíritu, divulgado por Ernest Lluch a través de incontables comparecencias en la prensa, la tribuna, la radio y la televisión, y casi todos se sumaron a la divisa de Ernest, que su familia enarboló con ejemplar coraje: "Imaginación, generosidad, transacción y consenso". Una divisa -vale la pena subrayarlo- a la que Lluch no había llegado desde la emoción nacionalista, porque él no era un nacionalista convencional, en sentido político; bastaría, para demostrarlo, desempolvar su papel no sólo ante la LOAPA, sino como líder de la fracción Nueva Mayoría en los prolegómenos del III congreso del PSC, allá por 1982. No, las tesis de Lluch sobre el conflicto vasco eran hijas del estudio, del compromiso libremente adquirido y de la razón democrática, y por eso tienen todavía más valor.

Pues bien, de la modélica reacción ciudadana que tradujo en sobria exigencia de diálogo el duelo por Ernest, quienes todo lo miden según el rasero de su mezquindad dedujeron un complot felipista-polanquista. Y cuando, en una actitud que les honra, los dirigentes del PSC han respondido al crimen no según la receta Iturgaiz -"la culpa es del PNV"-, sino con demandas de consenso, de ductilidad, de unidad supraideológica, hay quien acusa a los socialistas y a la opinión pública catalana de ser "dos eslabones débiles" en la cadena que une a los demócratas. Sí, seguramente somos débiles, porque no nos templamos cada día en la biliosa fragua de ciertas tertulias y muchas columnas madrileñas; porque disentimos de la lógica guerra del Gobierno de Aznar, con sus alusiones a la "cobardía" y a la "rendición"; porque nunca se nos ocurriría equiparar -como hizo el ministro Mayor Oreja en La Vanguardia del pasado domingo- el sereno civismo de quienes pidieron diálogo y el odio de quienes gritan a favor de la pena de muerte; porque lo que nos repugna es el terrorismo, el tiro en la nuca, la bomba, el miedo, la coacción, no el hecho de que, en Euskadi o en cualquier otra parte, haya quienes aspiren a incrementar pacíficamente el nivel de autogobierno de su país...

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¿Que somos, en este sentido, eslabones débiles? ¡Y a mucha honra!

Joan B. Culla es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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