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La Haya

Lo esencial está amenazado sin cesar por lo insignificante. René CharDuele, pero a la sexta tampoco será la vencida. De la en curso conferencia del Convenio Marco sobre el Cambio Climático tampoco saldremos con el resultado que demanda el conjunto de la humanidad. Fundamentalmente porque en la masoquista guerra contra la atmósfera lo que importa al poder es aplazar el momento del armisticio. Cunde, como en el enquistado conflicto palestino-israelí, el miedo a la paz.

Aunque las delegaciones de los 160 países representados en La Haya parten con el compromiso de no seguir demorando la aplicación de los acuerdos tomados hace más de cuatro años en Kioto, y enunciados hace diez, la situación de los Estados Unidos también afectará negativamente a esta cumbre. Mucho más si gana Bush, que representa a un partido que todavía niega -de forma por completo acientífica- que los gases de efecto invernadero estén provocando nefastas secuelas en el medio más vital para la vida del planeta.

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Una vez más, los acuerdos para reducir la emisión de los contaminantes, resultarán no sólo poco ambiciosos, sino también de calendario nada exigente y poco menos que de imposible control. A lo que se suma la incoherencia de que, si bien ya es norma el retraso de la puesta en marcha de los acuerdos, no así el montante de las cuantías a menguar, ni mucho menos el punto de referencia temporal de partida, situado invariablemente en 1990. Por tanto, cuando lleguen a la práctica, las medidas correctoras no sólo serán de un raquitismo completamente alejado de lo urgente y necesario, sino que también carecerán de poder curativo. Sería como si, a un obeso de 120 kilos le recomendaran adelgazar 30. Con todo, decide esperar cuatro años y a tener 150 kilos para empezar a perder los 30 kilos de más que no tenía en el momento del diagnóstico. Todo ello a sabiendas de que su salud demanda un peso de 60 kilos, es decir la mitad de los que tiene. Porque éstas son las equivalencias que podríamos y deberíamos aplicar a la búsqueda de la recuperación de los equilibrios atmosféricos, a su vez imprescindibles para todos los terrestres. No un 5,2% menos, sino un 50, es lo que necesitaríamos, aunque ciertamente más vale arrancar de una vez con la cuantía que sea que no comenzar nunca.

También se nos suele olvidar que la persistencia, la vida media, de esos contaminantes liberados a la atmósfera trabaja en contra nuestra. Es decir, que la inercia de los procesos dista mucho de aligerar nuestra responsabilidad. Recordemos que el anhídrido carbónico (CO2) suele durar de 50 a 200 años; que los clorofluorocarbonos (CFC) -los que agujerean el ozono- en torno a un siglo; que los óxidos de nitrógeno (N20) permanecen allá arriba hasta 120 años. Y que cada segundo que pasa, 200.000 toneladas más de todos ellos, son inyectadas en las venas del viento. Todo ello, como señalaba en mi anterior columna, para un rendimiento inferior al 20 %, es decir, que de quemado y humeante, sólo una quinta parte nos produce algún beneficio.

Poco podemos dudar sobre los efectos de tan correcta aplicación de los verdaderos propósitos de nuestro modelo energético. Que no son proporcionar bienestar, comodidad o salud, sino resultados económicos directos, concentrados, elitistas y acumulativos en el menor tiempo posible en las cuentas corrientes de los menos humanos posibles.

Cuando los perfiles de lo sensato quedan tan alterados resulta siempre oportuno recordar lo que ganaríamos con la concordia. Porque cada día resulta más estéril seguir embarcados en el estilo negador de nuestros decálogos.

El empeño de la reunión de La Haya es de tratar de bajar la fiebre que sufre y transmite la atmósfera, esa placenta de aire y humedad que todo lo envuelve. Por tanto de apostar por un alivio que se traduciría en más sosiego; más posibilidades para el desarrollo; más salud en los sistemas vitales y en los organismos humanos; más levedad y transparencia; más ahorro económico. Pero sobre todo de darnos más oportunidades para seguir indagando la forma de que la codicia no siga ganando todas las guerras...

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