Un ego prescindible
En su artículo ¿Vivir sin ego? (EL PAÍS, 3 de noviembre de 2000), el señor Pániker responde a mi crítica a su libro Cuaderno amarillo, publicada en el suplemento Babelia del pasado 14 de octubre. Y empieza fuerte, desde luego. Empieza afirmando que mi frase inicial (resumiendo: ¿por qué ha publicado su diario personal?) "deja claro que el señor Cruz no ha entendido gran cosa de mi libro ni, en general, del oficio de escribir". La segunda parte de la observación carece de mayor importancia, pero, en todo caso, el lector debe saber que tan absurda pregunta también se encuentra en su propio libro, concretamente en la página 307, donde puede leerse: "Si he escrito libros de memorias no ha sido por autocomplacencia, sino por escapar a la abstracción". Debe ser que, al igual que yo, el señor Pániker tampoco ha entendido gran cosa del oficio de escribir.Pero vayamos a lo que quizá importe un poco más, que es la cuestión de mi presunta incomprensión del libro y el argumento en que se basa su autor para probarla. ¿Cuál es? El clásico niego la mayor, lo que en este caso se traduce en su afirmación de que "jamás ha defendido la tesis de que se pueda vivir sin ego", sino únicamente "sin identificarse en exclusiva" con él y, de ser posible, "trascendiéndolo". De esta forma evita -supongo que deliberadamente- entrar en el detalle de rebatir mis afirmacio-nes. Y es que resulta llamativo que, tras la descalificadora andanada inicial, el autor de Cuaderno amarillo, lejos de mostrar el cúmulo de inconsecuencias, contradicciones y falsedades que, de acuerdo con su arranque, debería contener mi crítica, proceda a desplegar una secuencia de citas (incluyendo alguna propia) para abundar en su posición. Pues bien, hagamos aquello que Pániker esquiva, esto es, analizar en qué medida su puntualización descalifica o no el fondo de mi crítica.
La puntualización viene seguida de la siguiente tesis: en realidad, la mejor forma de aproximarse al horizonte de trascender el ego es precisamente a base de reforzarlo. Es de suponer que aquí cree Pániker poder ubicar el elemento clave que justifique el enorme número de páginas dedicadas en su libro a determinados asuntos, de orden más bien profano y escaso vuelo teórico. Para apuntalar la tesis, llama en su ayuda a Ken Wilber, de quien cita la trivialidad de que también los sabios tienen problemas con el dinero, la comida o el sexo. Como se deja ver de inmediato, semejante planteamiento dista mucho de ser concluyente. Porque si se trata de reforzar para primero desidentificar y luego trascender, las observaciones que se hacían en mi crítica -y sobre las que él guarda un elocuente silencio- pueden reiterarse apenas con una leve retoque. ¿Es el camino para la desidentificación respecto al propio ego el autocomplaciente relato de sus conquistas sexuales, de los encuentros con personalidades eminentes o del eco que obtiene su presencia en los fastos mundanos? ¿Será que se avanza hacia la trascendencia desgranando desdeñosos comentarios respecto a los intelectuales más brillantes de su generación? ¿O tal vez hay que seguir la senda del resentimiento fraterno?
Sin necesidad de acogerse a ninguna autoridad china o norteamericana, como Pániker hace, el simple sentido común nos indica que conviene distinguir entre lo mejor y lo peor de uno mismo, y que alimentando esta última faceta no se avanza hacia la tan anhelada trascendencia del ego, sino, si acaso, hacia el ensimisma-miento más enfermizo (el enunciado, pongamos por caso, "poseer una robusta envidia" resulta directamente autocontradicto-rio). Es este sencillo matiz el que el autor en ningún momento toma en consideración y que probablemente esté en el origen de una deriva narcisista que le hace incapaz de asumir argumento alguno que no le reafirme en sus convicciones.
Porque si hubiera leído con un mínimo de atención mi crítica se habría dado cuenta de que, en el fondo, la interpretación que yo hacía de su libro le dejaba bastante bien parado, en la medida en que le atribuía intenciones y propósitos que, a la vista está, nunca se le pasaron por la cabeza. Wittgenstein, al que Pániker cita tan profusa como alegremente, dijo algo que conviene tener presente cuando se plantea esta cuestión, a saber, que el sujeto es como un ojo que ve el mundo desde un determinado lugar, pero que nunca consigue verse a sí mismo. Pániker, por el contrario, se obstina en tematizarse, y ese yo permanentemente a la vista termina por embotarle la mirada.
Sinceramente, prefería pensar que SP, tal como propuse en mi nota denominar al protagonista del Cuaderno..., era un personaje distinto del propio autor (hilo argumentativo de todo aquel comentario, a fin de cuentas). Me parecía una hipótesis más caritativa (estoy pensando en Davidson) la de que el Pániker real era capaz de reírse de un sí mismo que en realidad era otro, por decirlo a la manera de Paul Ricoeur. Tendré que empezar a revisar ese convencimiento: tendré que repasar lo escrito y aceptar que tal vez SP es extremadamente parecido al Pániker de verdad o, peor todavía, es como a Pániker le gustaría ser. Pero de eso prefiero ya no hablar, entre otras cosas, porque me disgustan profundamente los obscenos publicistas de dietarios íntimos.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y colaborador habitual del suplemento literario Babelia.
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