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Fujimorituri

Cuando el presidente peruano anunció hace unas semanas que no se presentaría a las próximas elecciones, que convocaba para abril de 2001, pensaba todavía en maniobrar, parecía que daba un paso atrás para coger carrera y, sobre todo, pretendía planificar a largo plazo. Quien esta semana desde Japón pasaba nota, sin atreverse siquiera a dar la cara, de que abandonaba una magistratura que había llegado a creer en propiedad, sólo era, en cambio, el ingeniero Alberto Fujimori, tratando de salvar el pellejo. El presidente en fuga es hoy un cartucho ya gastado, que, sin embargo, ha contribuido de manera decisiva a la posibilidad de advenimiento democrático de que ahora goza el país andino. Puede que un día se hable del antes y el después del mandatario que pone los pies en polvorosa.Fujimori fue elegido en circunstancias un tanto particulares; el Ejército necesitaba un candidato a la presidencia que pareciera maleable, y el tecnócrata de origen japonés supo presentarse ante el electorado como un líder de otro color, tanto en lo físico como en lo político. Así, una presunta muestra del país profundo llegaba al poder sin necesidad de que mediara un golpe de Estado.

El ingeniero estaba convencido de que su misión casi mesiánica era construir Perú y acabar con la guerrilla de Sendero Luminoso. Para ello era preciso lo que fuera: relaciones secretamente privilegiadas con Estados Unidos, tener contenta a la milicia y operar por canales heterodoxos; en otras palabras, el concurso de personajes influyentes y sin escrúpulos como Vladimiro Montesinos, que, de tanto poder que acumuló, no estaba claro quién era mano derecha de quién, y adobado todo ello con la corrupción necesaria para satisfacer a una nueva clase de colaboradores, sin olvidar a los propios militares. Sería erróneo, sin embargo, no creer que, en medio de este proceso, Fujimori no llegara a ser realmente popular ante un sector, sobre todo humilde, de la ciudadanía.

Cuando el proyecto comenzó a tener dificultades ante el legislativo, el presidente se dio el famoso autogolpe para asegurarse la continuidad en el poder y las manos libres para gobernar en régimen fuertemente autoritario, aunque no propiamente en dictadura. Con el triunfante asalto en 1997 a la Embajada japonesa para liberar a los rehenes de una guerrilla de ocasión, Fujimori pudo hasta creer que el brujo era él, y aprendices, todos los demás.

Pero los grandes operadores sienten la fácil propensión a la embriaguez de sí mismos. Y cuando manipuló legislativamente para dotarse de un tercer mandato, que refrendó fraudulentamente en las elecciones de este año, había ya muchos signos de que se había pasado.

En medio de una fenomenal protesta popular, que lideraba el neocandidato falsamente derrotado en las presidenciales, Alejandro Toledo, estalla el escándalo del vídeo con la compra de voluntades congresistas, y Fujimori, abandonado por Washington, que no necesita tanta notoriedad, y con parte al menos del Ejército en contra, anunciaba elecciones en las que él ya no estaría presente.

A continuación iniciaba una payasada de recorrido por el país para "ubicar", no detener, a un Montesinos en paradero desconocido, cuando en realidad lo que buscaba eran los papeles incriminadores que, sin duda, atesoraba el Svengali criollo. No los pudo encontrar y, ante el peligro de que su publicación -caso de que no hayan sido destruidos y de que el propio Montesinos no haya desaparecido, pero de forma permanente- muestre una grave implicación presidencial, dimitía la semana pasada para quedarse en Japón, porque temía "por su vida". Y, acaso, por su libertad.

Ante las elecciones de abril se abre ahora un panorama de retorno de las formaciones políticas, de destrucción irremisible del fujimorismo, de reinvención, quizá sin tiempo para una renovación necesaria, del sistema de partidos, y ello con un Apra como única fuerza presente en todo el país. Pero el legado trascendental de Fujimori ha sido la criollización de la política, gracias a la cual los presidentes ya no han de proceder de la colonia; porque si democratización no ha habido, sí se ha dado una popularización de la carrera pública. Alberto Fujimori, al que cuesta hoy no imaginar políticamente muerto, ha cambiado Perú, abriéndolo hacia su tercera mitad, que diría Hugo Neira. Cualesquiera que fuesen sus peores intenciones.

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