Social y participativa
Estos días del fresco noviembre tuerce uno la vista hacia el calendario, y se da de bruces con los cinco lustros transcurridos desde la desaparición del anti-judeomasónico General. Aquel General piadoso y devoto de Santa Teresa, que no estaba solo, prescindió con violencia del ordenamiento democrático y jurídico que hubo en las tierras hispanas allá por los años treinta; gobernó, y no estaba solo, a sus anchas de forma excepcional; casi agónico tropezaba con penas de muerte a las que, como Bush en la lejana Texas, les puso el plácet. Parece que fue ayer, aunque hace tanto tiempo, que del suceso apenas tienen noticia esos adolescentes a quienes les apunta el bozo o las quinceañeras que admiran, enamoradizas, a Ricky Martin.Quienes, sin embargo, supimos en nuestra edad florida de falta de libertades públicas -sin las cuales ni estas líneas saldrían a la luz- , o supimos que quien vive con temor nunca puede ser considerado un hombre libre, evocamos, llegado al necrológico aniversario, algo más: la dictadura y la dictablanda de los aperturistas del tardofranquismo, los miedos y los silencios públicos, las penas de muerte y la protesta ahogada. Todo eso se metió en la inmediatez de nuestras vidas. Y por eso, cuando uno mira de soslayo el 20 de noviembre, se altera como esos campesinos reflexivos y apenados de la Serranía de Valencia que aparecen en las novelas de Alfons Cervera: sentados a la sombra apacible de su higuera doméstica, se levantan iracundos, rompen el silencio y blasfeman cuando evocan sus desgracias familiares.
Qué lástima y qué le vamos a hacer: la corriente nunca remonta el cauce, sino que va a la mar que es el morir y que nunca se llena. Y de la desgracia se pasó a la esperanza de que aquí, también en el País Valenciano, la vida pública y hasta el paisaje sería otro con libertades, con Constitución y con Estatuto.
Y lo fue y no lo fue. Porque muchos aspectos de la vida pública apenas se movieron o mueven, lastrados por el pasado; porque llegó el acomodo de quienes pensaron el cambio para que nada cambiara; porque llegó ese incordio que consistió y consiste en justificar decisiones y actuaciones únicamente en el número de votos que, con ser necesarios, necesitan de convicciones -sociales, por ejemplo-, para alcanzar y conservar el poder. Los votos son mudables como la luna, y el sol de los votos se alza hasta el mediodía, pero tarde o temprano vuelve al septentrión. Es normal y saludable.
Pero no es ni saludable ni normal que paulatinamente olvidemos aquellos adjetivos con que, casi todos, acompañábamos el término democracia. Social y participativa, se escribía y comentaba hace cinco lustros. Y lo social y participativo, ahora mismo, brilla por su ausencia. ¿O es que es social y participativo que millones y millones del erario público se destinen a proyectos empresariales y lúdicos, con claros intereses privados de por medio, mientras no se construyen o acondicionan escuelas públicas, mientras se hacina la muchachada, que ignora el apellido materno de Franco, en instalaciones precarias que no merecen el nombre de escuela? ¿Qué sentido o sinsentido tiene hablar de que vivimos, en el País Valenciano, en la región más pujante de la Península, cuando muchísimos contribuyentes no tienen sus necesidades escolares cubiertas? ¿Hablamos del paisaje y zonas húmedas, patrimonio de todos?
La democracia es un concepto dinámico, no estático; después de cada aniversario queda mucho por hacer.