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Tribuna
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Nuestros niños

Entiendo a ese profesor de Pinos Puente que ha decidido no volver a dar clase en su vida después de dos años de experiencia y un solo día en Pinos Puente, Granada, donde acabó encerrado en un aula. Había llegado para sustituir al profesor enfermo, y los alumnos huían, aprovechando la baja del titular. Puesto que el nuevo profesor era incapaz de detenerlos, los responsables del instituto cerraron el aula con cerrojo. No se imponía el profesor, han dicho el director y el jefe de estudios, que sólo vieron a un grupo de alborotadores en una clase de tecnología. El profesor que nunca más será profesor vio a una turba de vándalos que blandían herramientas peligrosamente, con desesperación de encerrados claustrofóbicos. El director y el jefe de estudios dicen que no había en la clase objetos cortantes ni punzantes, pero ¿no puede una silla abrir una cabeza?Lo que parece anomalía es hoy normal. Profesores de institutos de Los Llanos y San Roque, en Cádiz, se quejan de agresiones, coches rotos y amenazas. Suelo hablar con amigos que trabajan en institutos, y todos me dicen que la profesión ha cambiado mucho desde que yo dejé la enseñanza. Cada vez hay más alumnos que se sienten encerrados en clase sin necesidad de echarles ningún cerrojo: alumnos inquietos, alborotados por dentro, deseosos de estar en otro sitio, lejos del pupitre. Ese malestar se contagia, deprime a los profesores: es insoportable estar con alguien que no quiere estar contigo. El mejoramiento del mundo, el reconocimiento constitucional del derecho fundamental a la educación, gratuita y obligatoria hasta los 16 años, se ha convertido en malestar común.

Algunos alumnos no quieren recibir enseñanza gratuita y obligatoria. Esto es normal en la niñez y la adolescencia, edades egoístas. Pero el problema es que, como dicen los profesores de San Roque, también hay padres poco dispuestos a responsabilizarse de la educación de sus hijos. Yo me temo que les están dando otra educación, distinta a la de la escuela: piensan que no es la escuela, sino el dinero, lo que puede hacerte una persona digna de admiración y respeto. Se cuenta por ahí una especie de leyenda urbana que ya he oído o leído en cinco sitios distintos, incluida una ciudad de Italia: un alumno adolescente presume en clase de sacar más dinero en una noche, trapicheando en los sótanos del mundo, que lo que gana el profesor en un mes.

La autoridad del saber y la edad ha sido desplazada por la energía de la juventud y el despliegue del poder puro y visible. Es decir: fuerza física y dinero. Cuando ni siquiera el suspenso es una amenaza, sino una matrícula de honor en la vida de la calle, no falta quien exige guardias y cerrojos en los colegios: que la policía sustituya a la autoridad moral del maestro. El estado de la enseñanza demuestra que la igualdad democrática es improbable sin igualdad económica: los profesores cargan con esa fractura o esa dislocación de nuestras ciudades y tratan de paliarla para nosotros. Asumen una misión de héroes. Y, otro síntoma de nuestro malestar, ¿cuántos años tenían los alumnos enrabietados de Pinos Puente? Yo me los imaginaba mayores, pero sólo eran alumnos entre 12 y 14 años.

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