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Aznar y la voluntad de poder

Josep Ramoneda

La pasada semana, Aznar predicó en Barcelona. Escogió para ello uno de estos lugares en los que los hijos de la burguesía catalana descubren el discurso de la competitividad y el beneficio y abandonan cualquier veleidad humanista. Es decir, se hacen mayores, conforme a los cánones ideológicos del momento. Era un territorio predispuesto al aplauso, desde el que resultaba fácil tirar por encima de las cabezas de los asistentes contra las fuerzas políticas catalanas. Aznar sigue su cruzada. Figura en su haber la liquidación de algunos tópicos de la transición. Entre ellos que el nacionalismo no tiene por qué tener el monopolio político de las nacionalidades históricas. Una idea de sentido común que inexplicablemente el PSOE no descubrió antes. Quizá en los años gloriosos del felipismo la fruta no estaba madura o, simplemente, estaban los socialistas tan convencidos de su hegemonía que no merecía la pena gastar energías en estas minucias. Pero Aznar tiene carácter, una cosa muy castellana que a veces en Cataluña despreciamos. Y el carácter enseña que hay que ir a por todas, que nunca se tiene demasiado. En vez de columpiarse en la mayoría absoluta, Aznar aprieta: si pudo con España, ¿por qué no va a poder con Cataluña o con el País Vasco? A por estas comunidades va.Hasta aquí todo es razonable. Simplemente demuestra la inagotable voluntad de poder de Aznar, que se irá al final de la legislatura pero que -a juzgar por tanto empeño- inmediatamente empezará a pensar en volver. No le gusta que alguna zona de España se le resista y no cesará hasta hacerla suya, como es propio de esto que llaman un político de raza. Pero tanto empuje tiene sus riesgos. Y entre ellos está el que el afán de conquista se lleve demasiadas cosas por delante. Aznar dice: "El terrorismo es el único problema que ensombrece nuestro presente y nuestro futuro". A nadie se le oculta la gravedad de la cuestión terrorista: las encuestas de opinión lo certifican, los españoles lo han elevado a primera preocupación. Pero elevarlo a único problema es enormemente equívoco. Porque es un modo de condicionar todas las demás cuestiones y dificultades que tiene España. Es verdad que sin el terrorismo los problemas del país serían, más o menos, los mismos que los de cualquier democracia europea, y, por tanto, que el terrorismo es la anormalidad española. Pero la anormalidad aumenta si se deja que el terrorismo contamine toda la vida pública. Es decir, si se utiliza este problema prioritario y absorbente para sobredeterminar todo el resto de la política española.

El terrorismo no puede ser un argumento para limitar el campo de juego de nuestra democracia. Sería un regalo demasiado grande para los etarras. Ciertamente, hay que prevenir contra toda frivolidad en una cuestión tan seria que la sociedad -y el Partido Popular- ha pagado con tantas vidas. Pero la primera frivolidad es utilizar la cuestión terrorista para descalificar actitudes políticas de curso perfectamente legal, de adversarios con un expediente democrático irreprochable. Aznar tiene todo el derecho a combatir, desde su posición ideológica, el soberanismo de Convergència i Unió o el federalismo asimétrico del Partit dels Socialistes. En la contraposición de proyectos está la dinámica propia de cualquier régimen democrático, cuyas reglas constitucionales son, por naturaleza, revisables conforme a la voluntad popular. Pero lo que es abusivo es utilizar la cuestión terrorista para reducir el campo de juego, mitificando la Constitución y el Estatuto y descalificando cualquier propuesta de reinterpretación o renovación por los medios legalmente previstos. Y esto es lo que ha hecho Aznar en Barcelona.

Juntar las pretensiones de los nacionalistas o de los socialistas catalanes con las del nacionalismo vasco, distinguiéndolas sólo porque "es más grave sin duda cuando las voces trabajan al unísono con las pistolas o con los coches bomba", podría quedar simplemente como un ejercicio de mal gusto de un presidente que no ha sido dotado para el buen estilo. Aunque no sea precisamente un modo elegante de afirmar la complicidad de quienes en los momentos decisivos han sido siempre leales al marco constitucional. En cualquier caso, a mí, que no he sido nunca nacionalista -ni de los de aquí, ni de los de Aznar-, me gustaría saber por qué los nacionalismos periféricos son vistos como un camino potencial hacia las pistolas y el nacionalismo español no. ¿O hay que entender que el prejuicio favorable al nacionalismo español es sólo el beneficio de los que consiguieron que su potencia se realizara en acto, es decir, en forma de Estado?

Pero lo grave del discurso de Aznar es la pretensión de reducir la estabilidad de la política española a una sola concepción de España, la que él representa. Al descalificar los ejercicios ideológicos de Pujol y Maragall como juegos de aprendices de brujo, Aznar está reduciendo drásticamente el espacio de lo posible. Esto sólo admite dos lecturas: la bienintencionada -que significaría que el presidente también es víctima del poder contaminante del terrorismo- y la astucia política -utilizar la cuestión terrorista para la propia legitimación.

Sabemos que la voluntad de poder es infinita: todo dirigente quiere siempre más. Pero en democracia este "más" tiene un límite: las legítimas posiciones de los adversarios. Una cosa es combatirlas, otra descalificarlas insinuando que son fuente de problemas como el que en este momento abruma a la sociedad española. Le guste o no al presidente Aznar, hay un problema de articulación política de España que no está resuelto. Y no es un puro capricho de los nacionalistas periféricos. Él mismo lo reconoce al aceptar que está por definir un modelo de financiación autonómica "estable, suficiente y responsable". Que el soberanismo de Pujol o el federalismo de Maragall no son las primeras preocupaciones de los ciudadanos es un argumento tan pobre que ni siquiera llega a oportunista. ¿Alguien puede sorprenderse de que el terrorismo -que ha socializado el pánico- y el paro -que destruye la vida de muchos y amenaza a otros tantos- preocupen más? Sería un país de locos si no fuera así. Si Pujol y Maragall no sintonizan con la ciudadanía ya se lo encontrarán en las elecciones, para gloria del señor Aznar. Pero sorprende el afán de atraparlo todo de un presidente que se permite descalificar a cualquiera que pone una idea por delante, incluso a sus apaleados socios de Convergència i Unió. La voluntad de poder no tiene siquiera compasión de los más sufridos aliados. Hace tiempo que España no tenía un político con tanto carácter: del poder político al económico, este hombre lo quiere todo.

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